En una misma semana me he encontrado una cartera –que llevaba “de todo”- en el autobús de Amara y unas gafas de sol de mujer “Tom Ford” en la calle, al lado de mi coche. En ambas ocasiones he hecho lo que es obvio que hay que hacer cuando esto ocurre: propiciar la “cadena de favores” que el Universo lleva puesta en marcha desde el pleistoceno.
Entiendo que la gente pierda cosas porque yo también ando muy despistada últimamente, en plan de “vivo sin vivir en mí” y tal, pero creo que es cosa del verano que me mueve los pies del suelo y la melena de su sitio. Tal es así que, ayer mismo, me dejé el Smartphone encima de la mesa de la terraza del bar donde a veces tomo el café de media mañana.
Tan feliz iba yo con mi música a otra parte hasta que decidí llamar a mi hija para hacer de madre en la distancia durante unos minutos; el subidón de adrenalina que me atacó cuando comprobé hasta qué punto me había despistado casi me hizo marearme. Metí la directa en dirección contraria con el corazón en la boca… pero me dije: “no, tranquila mujer, que te va a dar un jamacuco como corras así”.
Así que, despacito y con cara de no estar comiéndome los higadillos por dentro, traspasé la puerta del bar y pregunté, con vocecilla de gorrión, si, por casualidad, alguien había devuelto el móvil olvidado una hora antes.
Doy fe de que la “cadena de favores” sigue operativa y sonreí sacando mis propias conclusiones. Ahora me pregunto si estarán abandonados en alguna Oficina de Objetos Perdidos las “cosas de valor” que he ido perdiendo a lo largo de mi vida.
La ilusión por estudiar periodismo que me arrancaron de mala manera a los diecisiete, el deseo de formar una familia con varios hijos y muchos nietos que se murió de asco o se pudrió de pena en el Juzgado de Familia, la lucha encarnizada que mantuve durante treinta y seis años para romper el maldito “techo de cristal” que me colocaron en la empresa por ser mujer y tener “mucho carácter”. También perdí, casi sin darme cuenta, el gusto por cantar, las ganas de hacer el tonto, la risa porque sí y los sueños poblados de angelitos.
Y conforme me iba dando cuenta de cómo mis manos iban perdiendo “cosas”, decidí preservar como oro en paño cuarto y mitad de fuerza interior para seguir amando la vida. Y no despistarme con las cosas importantes…, malgré tout.
Ahora tengo que mirar con más atención dónde pongo los pies, dónde dejo las cosas y dónde entrego mis afectos, que ya tengo “una edad” (la mía, por supuesto) y no debo andarme con tonterías, que luego se paga un precio muy alto y ya no estamos para traumas ni emocionales ni de los otros.
Con el paso de los años voy teniendo menos… de todo, así que no me va a quedar otro remedio que cuidar lo que me es querido con mucho mimo y atención. Y no hablo únicamente de mi Smartphone…
Felices los felices.
LaAlquimista
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