Dice la RAE que las vacaciones significan: “Descanso temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios.”, así que no sé realmente si estas dos semanas en las que no he publicado ningún post en el blog pueden considerarse vacaciones –ya que lo mío no es un trabajo remunerado sino una autoterapia bien intencionada, con buenas intenciones hacia mí misma sobre todo-. Pero qué más da. El caso es que yo “vacaciono” cuando aparco el ordenador portátil y dejo de mirar el día en el que vivo y de interesarme por la marcha del mundo en general y fijándome únicamente –sí, ya sé que suena fatal- en dónde pongo mis propios pies en particular.
La idea es descansar; descansar –porque vivir es cansado-, de la gente que nos rodea, de la familia, de los amigos, de vecinos y conciudadanos y, cómo no, de uno mismo. Descansar del ruido de la vida, de los coches y motos, de la vocinglera parafernalia de los políticos en los medios, de la cháchara de los bienintencionados que dicen querernos y no callan ni debajo del agua. Reponerse del cansancio que provoca vivir, que a veces es físico, a ratos intelectual y siempre emocional.
Descansar de mí misma, que soy pesadita la mayoría de las veces fustigándome con cosas que debería tirar a la basura indefectiblemente –que es un adverbio realista y premonitorio-. Cada quien ha pergeñado su propia definición del concepto: desde el dolce far niente de los italianos –que es muchísimo más que echarse la siesta de la vida-, hasta el silencio solitario del viajero al fondo de sí mismo, pasando por cualquier club de vacaciones de esos que fabrican felicidad sobre catálogo. Todo está bien si sirve para sentirse en paz con uno mismo.
Me gusta pensar que “irme de vacaciones” es algo parecido a vaciar el frigorífico; el de la cocina y el otro. En ambos guardamos “alimento” que consideramos necesario para la supervivencia, pero bien es cierto que –de vez en cuando- hay que sacar todo lo que en él se guarda, limpiarlo bien, y dejarlo tranquilo hasta empezar a volverlo a llenar. Es un símil simplista, pero muy real. Algo así como “marcharse de viaje de uno mismo” y no dejar detrás nada que pueda pudrirse en nuestra ausencia.
Así dejo la casa cuando me ausento: vacía y limpia, de forma que, al regresar pueda (re)encontrar mi espacio vital dispuesto para volver a ser llenado con el nuevo alimento (experiencias) que traigo en mi equipaje. Los souvenirs que atesoro no me cabrían ni en el baúl de “la Piquer”, como paradigma de equipaje excesivo que da vueltas por el mundo sin hallar su sitio definitivo. Mis viajes son hacia adentro aunque me exijan pasaporte (Covid y del otro), procuro que las millas recorridas se encuentren en el camino más humilde a pesar de tener que pisar aeropuertos. Me importa mucho volar con mis propias alas aunque me obliguen a pasar por tantos tipos de controles ya que todo eso queda atrás en pocas horas y comienza la verdadera aventura.
Con humilde mochila a la espalda o maletones de marca llenos de modelitos que combinen colores y texturas; da igual lo que uno pretenda porque la vida –el viaje- está lleno de atajos y senderos inesperados para los que no hay “guía” que pueda con ellos ya que están pegados a la piel del alma y, para arrancarlos, hace falta mucho más que desprenderse de una piel vieja y seca de esas que caen solas.
En el viaje se va hacia ninguna parte o al interior de uno mismo. Se suceden de manera vertiginosa postales de un segundo captadas con alguna cámara digital, pero que –y más vale darse cuenta lo antes posible- se fijan en la retina interna y personal de manera definitiva.
Cuando estoy de vacaciones me gusta viajar con el cuerpo físico, el mental y el emocional, para compensar todo el tiempo que tan sólo puedo hacerlo con la imaginación. Cierro mi casa, “limpio el frigorífico” y me alejo de mi vida cotidiana en busca de no sé muy bien qué… pero sabiendo –lo sé desde siempre- que, cuando regrese, tendré que seguir lavando ropa sucia y haciendo la compra para alimentarme con lo de siempre –aunque no sea lo que más me agrada.
Durante estas dos últimas semanas he sido espectadora admirada de un país que me ha parecido “casi” de otro planeta. Una tierra habitada por elfos y volcanes y glaciares y ovejas. Nosotros pasábamos por allí y es casi seguro que no hemos entendido apenas nada de cómo viven ellos, los islandeses, herederos de esas sagas cruentas y salvajes que les han enseñado a ser respetuosos con la naturaleza y orgullosos de habitar una tierra que consideran sin parangón en el planeta.
Al final, el círculo se completa en el sentido de las agujas del reloj vayas adonde vayas, empujado por la idea –real o imaginaria- de que “nadie sabe hacer las cosas mejor que nosotros”. En eso, queridos y admirados islandeses, estáis en el mismo barco (no vikingo) que los españoles (y el resto del mundo). Nada traspasa fronteras más rápido y veloz que el chauvinismo… y sin ningún tipo de control. Es una buena lección, qué duda cabe.
He regresado de mis vacaciones y ahora empieza lo bueno de verdad. A ver dónde pongo a mis nuevas amistades, a ver cómo tiro a la basura lo que no me ha servido de nada (una vez más) y, sobre todo, a ver si he conseguido aprender de una vez por todas que no hay que dar la tabarra a amigos y enemigos con las fotos del viaje porque es lección de humildad aceptar que a los demás les importa un comino que nosotros estemos contentos si ellos no lo consiguen también.
Felices los felices.
LaAlquimista
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