Ayer estuve charlando por teléfono con un amigo con quien a veces nos hacemos una especie de “terapia de grupo”; de grupo de dos, para que nos entendamos. Yo le cuento mis cuitas y mis sonadas meteduras de pata y él se desahoga con lo suyo, que también tiene su cosa. No coincidimos en frustraciones porque somos muy diferentes, pero sí tenemos en común algo que nos hace mucho daño.
Por educación e inercia familiar, ambos hemos crecido con el baldón de la “culpabilidad” encima de la espalda, ese suplicio de Sísifo que nos ha llevado –durante muchos lustros- a sentir que no merecíamos según qué cosas o que si cumplíamos nuestros deseos podríamos ser tachados de egoístas, desconsiderados o, simplemente, malas personas.
Aquella casposa conciencia que nos infiltraron en vena –familia, colegio, sociedad- de que la libertad era algo “malo” y que –como en una distopía hecha realidad- nosotros debíamos ser nuestros propios carceleros, amén de censores intolerantes e inflexibles de la propia libertad.
Parece un auténtico dislate pensar y tejer la propia vida con estos mimbres lacerantes, pero…mucho me temo que somos producto de una generación que se desarrolló de mala manera bajo una nube tóxica de prejuicios, pecados y culpas.
Lo único bueno de esto –reconocía mi amigo- es que somos completamente CONSCIENTES de ese candado con el que clausuramos la propia libertad; no obstante, todavía tiene un gran peso sobre nuestra conciencia el censor torturador que nos asfixia desde el espejo y al que toleramos lo que él no nos tolera a nosotros.
¿Qué es lo correcto hacer en cada circunstancia? ¿Quién fija las reglas para la actuación personal? En la mayoría de las ocasiones no hay más normas que las que resuenan en nuestra mente, ésas que nos hacen sentir culpables si, precisamente, no seguimos esas normas tácitas, silenciosas y letales como dardos envenenados.
Tenemos miedo a que nos hagan reproches por no ser lo que los demás esperan que seamos; huimos de la confrontación aunque eso suponga un detrimento de nuestra propia libertad y no digo ya nada, de la satisfacción legítima de la que cualquiera es merecedor.
Ante el egoísmo personal, cierra sus filas de legión romana el egoísmo ajeno con sus escudos, espadas y catapultas. Este verano pasado, no pocos han sido quienes se han tenido que privar de sus más que merecidas y necesarias vacaciones por no atreverse a despertar al león adormecido del reproche que no deja de vigilar lo suyo, lo de su guarida, las normas que ha establecido…
También yo fui así hasta que dejé de serlo. Hace ya bastantes años que decidí que estaba más que harta de censores y reprochadores oficiales que sojuzgaban mi vida pretendiendo (y consiguiendo demasiadas veces) que me sintiera culpable por hacer uso de mi libertad. Me llamaron egoísta y me crucificaron con etiquetas clavadas con chinchetas por negarme a fastidiarme la vida. Es decir: que si los demás sufren, que suframos todos, en una espiral de alambre espinoso maquillado de falsa empatía.
No le dije a mi amigo lo que –en mi opinión- debía hacer porque su discurso era autocrítico y él ya sabía perfectamente dónde le apretaba el zapato. Que no es en otro lugar que en ése donde nos prohibimos cosas para luego lamentarnos de no haber sido capaces de hacerlas. Por lo menos, será coherente y si no se atreve a darse un respiro menos se atreverá después a quejarse…
Le digo, con mucha sorna, que se le pasará con la edad al igual que se me pasó a mí y que cada persona tiene su límite de tolerancia, una especie de “umbral del dolor” que nadie puede traspasar sin perecer en el intento. Cuestión de años, ya digo… y es que tener amigos jóvenes enseña mucho.
Felices los felices.
LaAlquimista
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