Aunque parezca mentira en este país nuestro que tiene entronizado el alterne, la socialización y el intenso comadreo pegados a la barra de cualquier bar, he ido a dar con mis huesos durante varios días a un pueblo de más de doscientos habitantes, cinco casas rurales “con encanto”, una iglesia que parece una catedral y…ningún bar.
No es que yo sea excesivamente “barera”, pero cuando de algo no hay todos tenemos tendencia a añorarlo. Si cierran el último cine –al que no íbamos hace años-, o la biblioteca de la que jamás tuvimos el carnet o el colmado de la esquina porque preferimos ir de compras a las grandes superficies, sentimos como si algo de nuestra historia se fuera muriendo sin darnos cuenta de que nosotros mismos hemos contribuido a tal defenestración.
El último bar de este pueblo navarro cerró porque no le daba la vida para estar disponible durante muchas horas al día para tan poca parroquia como acudía. Ahora que ya no dan comidas ni bocatas en ningún lado es como si al pueblo le faltara algo de su esencia; como si se hubiera “europeizado”, es decir, despeñado por el barranco social del aburrimiento.
Como bien acostumbrada que estoy a buscarme la vida, a lo largo de mis paseos pueblo arriba pueblo abajo, bordeando prados con ovejas o caballos, siguiendo la estela de las vacas o de los tractores que trajinan hierba, aprovecho los saludos amables de los lugareños para detener el paso y, con la excusa de preguntar cualquier ocurrencia, pegar la hebra y acabar charlando amigablemente de la vida y milagros de cada cual. En cuanto dije que estaba recuperándome de una rotura de menisco se expandió el tema a conocidos y familiares que habían padecido la misma lesión. Hasta hubo quien me invitó a entrar en su casa para tomar un vinito…que no un café con leche para mitigar la fresca de la tarde.
El valor añadido de los bares rurales es que se confraterniza vía charleta con los foráneos, cosa que no hacemos en las ciudades donde, acodados a la misma barra de salvación, hacemos nuestras libaciones o matamos el gusanillo sin importarnos quién esté a nuestro lado. Es que no tenemos término medio: o le contamos la propia vida a una extraña con la que nos topamos de paseo por los caminos de la vida o no damos ni los buenos días a la vecina de larga melena que –todo el mundo lo sabe- lleva viviendo en la casa desde que la construyeron el siglo pasado.
Qué tontos somos…que nos hemos creído que el individualismo es la forma de vida que nos hará felices sin darnos cuenta de que es la manera más rápida de ahogarnos en el fárrago de la falta de sociabilidad. En fin.
Felices los felices.
LaAlquimista
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