Cómo nos cuesta tomar esas pequeñas decisiones que tenemos en el archivo mental de “pendientes” pero que se enrocan en una especie de pereza ancestral, como si se nos cayera encima el peso de la insoportable gravedad del ser, como decía –más o menos- el Sr. Kundera.
Que levante la mano quien no tenga el congelador lleno hasta la bandera de envases con comida cocinada o sin cocinar; de barras de pan en trozos, de restos de lentejas o alubias o pisto a la manchega o croquetas de las navidades o lo que sea. A ver quién se libra de la maldición de guardar “por si acaso…”. Luego llega ese lunes tonto en que no sabes qué poner y en vez de tirar del “fondo de armario”, compras un tomate y una lechuga y un asco de pechuga y te lo haces a la plancha y lo comes como si fuera rancho carcelario sintiendo la culpa de la desidia en la boca del estómago. (Y con razón)
También me ha pasado tres cuartos de lo mismo, que he guardado comida en plan hormiga boba en vez de disfrutar como las cigarras listas, hasta que me ha dado por pensar si esa costumbre no tendrá algo que ver con la manera de gestionar mi vida. Es decir, si no será que todo lo que soy, lo que pienso y siento no se ve reflejado en mil pequeños detalles de la vida cotidiana. Acaparar de todo como si no hubiera un mañana. Ese mañana poético al que se alude para justificar inanes furias consumistas; el sol va a salir cada día aunque nos neguemos a levantar la persiana de la vida.
Después de eso, avergonzada y como para querer compensar, me da por querer contemplar la vida en modo zen o pensar que viajo ligera de equipaje cual monje budista o poeta exiliado. Y nada de eso es verdad se mire por donde se mire. Estamos a ras de suelo y el congelador (haciendo escarcha) nos lo recuerda cada vez que lo abrimos para guardar alguna otra sobra.
Me he pasado dos semanas -¡DOS!- alimentándome de lo que había en el frigo y en los tres cajones del congelador. Aprovechando el parón físico para darle caña a lo psíquico; es decir, darme cuenta de que tan sólo puedo vivir horas de sesenta minutos -que pasan lentas- y días de veinticuatro horas iguales entre sí, con el mismo decorado, cual hámster pateando estúpidamente en su rueda.
Hice una lista del stock bajo cero. Una de lentejas, dos de puré de calabaza. Coliflor y vainas sin cocinar. Hongos troceados, pimientos del piquillo, boquerones en vinagre. Y dos lomos de merluza, una docena de anchoas, un chicharro y un montón de langostinos. Todo estaría podrido y apestoso de no haber permanecido bajo un manto de frío durante semanas. Como algún sentimiento que tengo por ahí al fondo, según se late a la izquierda, guardado por si algún día me encontraba a falta de cariño, mimos y esas cosas tan ñoñas que los humanos necesitamos para sobrevivir.
Me lo he ido comiendo todo con santa paciencia y bendita dedicación. TODO, hasta dejar el electrodoméstico casi con telarañas. También ha sido una limpieza emocional. Ahora, con mucho amor y mejor tino, vamos a ir haciendo acopio otra vez. Por si acaso…
Felices los felices.
LaAlquimista
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