Dicen que la adaptación del ser humano al entorno es inherente a su naturaleza por aquello del instinto de supervivencia. Dicen también que el hombre –genérico de la especie humana- ha construido una “zona de confort” sacándole de la cual se vulnerabiliza a tal extremo que puede derrumbarse como individuo y como especie.
Pues será que tienen razón, pero yo esto de la “zona de confort” sólo sé interpretarlo de manera literal; a saber, aquel lugar en el que me siento cómoda y sin preocupaciones. Y para ello nada tan sencillo como crear una “mochila confortable” para llevarla a todas partes como equipaje de mano.
Soy perfectamente consciente que “nuestra” zona de confort no es más que un estado psicológico, que hace referencia a un estado mental y, a la vez, de comportamiento, en el cual nos imponemos límites o aceptamos un determinado estilo de vida para evitar presión, riesgo, miedo o ansiedad ante lo que queda “fuera”.
Cuando salgo de mi casa, de mi “cueva”, de mis paredes emocionales protectoras y me instalo en “cueva ajena”, sé que en las primeras horas de adaptación deberé aceptar todo aquello que se me ofrece como parte del “regalo de bienvenida” y que va a conformar emocionalmente el espacio en el que sentirme tranquila mientras dure el cambio circunstancial.
Por eso me viene siempre bien una habitación sin goteras aunque no tenga vistas al mar; por eso me adapto a dimensiones diferentes a las habituales. No importa dormir en una cama más pequeña o compartir un baño o cocinar con aparatos rarísimos en vez de con gas y cacerolas. La bebida sabe igual en vasos grandes que pequeños, la comida hecha con amor alimenta siempre el cuerpo y el alma.
Mi “zona de confort” es siempre aquella en la que me siento protegida y acompañada, donde sé que me quieren y me respetan, ese lugar donde la amabilidad no se regala sino que se respira con el aire limpio de la mañana. Cualquier “zona de confort” tiene que hacerte sentir tranquilo, sin tensión de ningún tipo por estar conviviendo con personas que se rigen por normas diferentes a las propias. Si puedo ser yo misma, con mis pequeñas quisicosas y manías de señora mayor sin que me burlen o critiquen, me siento en paz con el mundo en general y con esa “zona de confort” nueva en particular.
Puede ser una ciudad desconocida, un hotel impersonal, el apartamento que alquilas para las vacaciones, la casa de unos amigos, el hogar que ha formado parte de tu familia. Donde te dejen ser tú misma a todas horas, donde no tengas miedo de molestar o hacer ruido o comerte algo que has visto en el frigorífico. Donde puedas sentirte “como en casa”, esa frase manida y con tan poco fuste que se dice para quedar bien a la vez que te pueden estar vigilando por el rabillo del ojo cuánto papel higiénico o agua caliente gastas.
Mi “zona de confort” viaja conmigo y allá donde voy la extiendo como una alfombra en la que voy a sentarme a comer o tumbarme a dormir o a desperezarme de la modorra que la vida nos apaña tantas veces.
Donde te dejen ser tú mismo, donde te ofrezcan todo lo que tienen y más, extiende allí tu “zona de confort” y luego, al despedirte, no te olvides de dar las gracias. Que un regalo siempre será un regalo.
Felices los felices.
LaAlquimista
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