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Cecilia Casado

A partir de los 50

Ante el calor no te sobrevalores

Estos últimos días de calorazo apocalíptico he aprendido una de las muchas lecciones que tengo todavía pendientes. Y no es otra que la de quedarme quieta parada, sin mover ni una pestaña, cuando afuera pintan bastos. Es decir: si en la calle hay tiroteos o bombas, yo me quedo en casa, escondida y protegida en el rincón más seguro. Si caen cataratas de las nubes y el agua lo arrastra todo, me protejo quedándome a buen recaudo de las riadas. También pienso que haría lo mismo, confinarme, si hubiera un virus galopante en la calle, en el aire. Y ya no cuento cómo me metería hasta debajo de la cama si la catástrofe viniera a llamar a mi puerta.

Así las cosas, leo con tristeza la cantidad de fallecimientos ocurridos estos días por culpa de la ola de calor asfixiante que nos ha invadido sin remisión. Algunos por negligencia o absurdo desafío de las condiciones laborales. Otros, por negligencia personal.

Las playas atestadas, con miles de personas en todas partes expuestas al solazo inclemente del mediodía, dándose baños de mar como si el placentero –y efímero- frescor del agua supusiera un escudo a la acción abrasadora de los rayos solares. O las piscinas, cemento recalentado alrededor de una cubeta de agua infectada donde, como gusarapos, los humanos chapotean entre sus propios y extraños efluvios.

Los que saben del calor no salen a la calle si no les va la vida en ello. O el trabajo, claro está. Los que saben del calor se protegen bajo un parasol –o paraguas, que sirve para lo mismo-, y cubren la mayor parte de su cuerpo para escamotearla de las quemaduras que, tan seguras como la muerte, se adueñarán de su piel.

Quedarse quieto parado a esperar a que pase la catástrofe es una opción –para mí la más inteligente, pero no es más que una opinión- que he aprendido a cumplir a rajatabla. Estos días horrorosos de chicharrina apenas he salido de casa más allá de las nueve de la mañana, después de darle a mis pulmones un poco del airecito “fresco” de las horas siguientes al amanecer.

Quedarse quieto a verlas venir, no hacer nada que produzca un desgaste innecesario –y doloroso- de la energía que necesitamos para seguir moviendo las fichas de esta partida que nos vemos obligados a jugar.

Pararse y pensar en qué podemos ganar de un rato de placer efímero si luego vamos a tener que apechugar con las consecuencias dolorosas de nuestra falta de fundamento. Dejarse llevar por la apetencia del momento, decidir que la vida hay que vivirla aunque caiga fuego del cielo, mostrar índice cero a la frustración, no soportar que las cosas no sean como las teníamos planificadas…

Ya me he ido otra vez por los cerros de Úbeda, suponiendo que en esa localidad los haya habido alguna vez. Me he puesto a pensar en otra cosa muy distinta de las calorinas veraniegas y los cuerpos de la masa ingente de seres humanos quemándose voluntariamente al sol. Pero el símil me vale, le vale a mi cerebro, que ha tenido una asociación de ideas inconsciente y determinante.

Así que me quedo quieta, no muevo un dedo emocional, y dejo que pase la tormenta y el barómetro me vaya indicando que hay un tiempo estable por venir. Que siempre lo hay, tan sólo es preciso saber esperar…

Felices los felices.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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