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Cecilia Casado

A partir de los 50

Viaje con el IMSERSO. Salamanca (2)

 

Son las siete y cuarto de la mañana y suena el teléfono de la habitación. Casi me caigo de la cama del susto porque estoy en ese sueño profundo de quien se ha pegado media noche tosiendo y, por fin, cae rendido con la garganta rasguñada y la cabeza hecha gelatina. Suena el teléfono porque la guía ha dado orden de que nos peguen un toque no vaya a ser que nos retrasemos en el desayuno y lleguemos tarde a la visita programada a las nueve y media. Juro un poco –sólo un poco- en castellano antiguo porque he decidido que no voy a salir a patear Salamanca a cuatro grados bajo cero frente a los treinta y ocho que ha marcado mi mercurio corporal a las cuatro de la mañana. De perdidos al río (Tormes) y bajo a desayunar –no en pijama como está de moda últimamente- y de paso   me excuso con la guía con el hilo de voz que me queda después de los estertores nocturnos. 

El desayuno. El desayuno buffet de los hoteles. ¡Qué derroche de comida (no viandas) donde la vista se pierde en la lontananza de la gula cutre! ¡Qué debate interno entre la razón y la vista! Mi desayuno habitual –el que me pago en mi casa- suele estar compuesto de algo de fruta, pan tostado con aceite o tomate y una taza de café con leche o de té. Punto pelota. Suficiente hasta el cortadito de media mañana o el pintxo de tortilla que tanto me gusta. Pero porque esté incluido en el precio no voy a ingerir tres veces más de lo normal y mucho menos llenar mi plato con embutidos baratos diversos, beicon frito, revuelto de huevos (que parece portland amarillo), pan de molde o del otro, bollería industrial, mermeladas, mantequilla, aceite, yogures de sabores, cereales azucarados…y no sigo que me pongo mala. Lo mejor, (o lo único sano) la fruta fresca. Y el té de bolsitas o el café con leche de esas máquinas que basta con apretar un botón para que manen chorros de leche y miel. Me vuelvo a la cama lo más rápido posible. Necesito dormir, entrar en calor, sacar fuerzas para unirme al grupo que para eso he venido hasta aquí.

Al mediodía les alcanzo en la Catedral, con la visita a punto de terminar. De las iglesias, me gusta más el continente que el contenido, admiro la arquitectura más que el arte sacro de retablos, altares, estatuas y vidas de santos. A mi provecta edad no he conseguido todavía exorcizar el mal regusto religioso que me apabulló durante la infancia y adolescencia -colegio de monjas interpuesto y demás parafernalia de la época-.

Me encuentro mejor, (bendito paracetamol) hace solecito y a gusto me iría a dar un paseo y comer unas tapas por ahí, pero queda el tiempo justo para visitar la Casa de Lis, ya por mi cuenta –joyita art déco que se conserva como sede de exposiciones delicadas- y volver al hotel para la comida de a menos cuarto porque hay prevista por la tarde otra visita (optativa y de pago). Como no quiero comer carne de cerdo –tan habitual por estos lares- pongo cara de cordero degollado y me ofrecen un plato de brócoli con patatas y una tortilla francesa. Ni tan mal. Comida de hospital, ya que algo enferma estoy.

Mis compañeros (no todos) se van otra vez a pisar piedras centenarias con un frío que pela y yo me meto en la cama a echar la siesta y hacer la digestión con la tripa caliente (que no llena). Al solecito del atardecer me voy a visitar la casa de Las Conchas, el barrio universitario y el huerto de Calixto y Melibea, desde donde disfruto del bucólico silencio a espaldas de la ciudad. Me disgusta que el día libre en Salamanca coincida en domingo, con todos los museos cerrados. Pero, claro: el concepto de “viaje cultural” no tiene por qué ajustarse a la idea preconcebida que yo pueda tener. 

Me reencuentro más tarde con dos compañeras del grupo y buscamos lo que queremos encontrar: algún bar donde beber vino rico y comer alguna tapa. De cerdo, faltaría más. Al colesterol, que le den. La sopa de fideos y el pescado congelado con patatas de la cena me dejan el cuerpo más destemplado todavía y el estómago triste. Va a ser cosa de comprar algo de jamón para picotear en la habitación antes de lavarme los dientes y dormir. Dormir hasta que suene el teléfono mañana por la mañana, que nos vamos de excursión por tierras de Zamora. Espero que el autocar lleve buena calefacción y ruedas con crampones.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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