Hoy también madrugamos para subir al bus y dirigirnos hacia Zamora en donde desembarcamos a cero grados –como dicen los graciosos: ni frío ni calor- y donde nos espera la guía local que nos dará un paseo de casi dos horas por el antiguo Castillo y la antigua y desierta ciudad medieval. En algunos lugares hay que tener cuidado porque pisas hielo y ya no tenemos la cadera para ciertos bailes.
Es Zamora sede románica por excelencia –con veintiocho iglesias- y nos llevan a visitar una de ellas. No recuerdo el nombre, pero sí el frío que hacía y la historiqueta recurrente de la señora guía que nos informa de cómo las estatuas que conforman los pasos de Semana Santa están repartidas entre varias iglesias “y no podremos verlas porque se turnan”. Ah, pues vale, no sabía yo, pero creo que nadie se queda con pena.
Por callejuelas poco a poco asoleadas llegamos a la Plaza de Viriato donde hacemos “parada y fonda” alrededor de la estatua durante media hora más mientras recordamos las gestas del caudillo lusitano contra los romanos allá por el siglo II a.C. (La gente anda ya distraída y/o nerviosa buscando un bar, una cafetería, un lugar caliente donde tomar lo que sea. Algunos se escaquean hábilmente.)
Finalmente, accedemos a la parte moderna de la ciudad donde nos dan DOS HORAS LIBRES para que paseemos por la zona peatonal/comercial o visitemos lo que nos pete. El grupo grande se divide en grupos pequeños y me quedo sola. Estaba previsto; si viajas sola –aunque sea con un grupo- la gente tiene tendencia a agruparse y formar nuevos subgrupos pequeñitos y yo no soy muy avispada en esos menesteres y si nadie me invita a compartir no suelo ser de las que se acoplan.
Me sale al paso el mercado de abastos (los mercados son muy significativos de la esencia de las ciudades) y compruebo que la mitad de los puestos ya no funcionan, pero sí lo hace la churrería aledaña donde me gratifico con un descanso para mis piernas y un placer para mi estómago.
Luego me pateo las calles admirando sus muchos edificios modernistas –en la calle de Santa Clara- que albergan los comercios globalizados que hay en cualquier ciudad de España. Hoy toca comer en lo que fue el puticlub más famoso de la zona durante muchísimos años: “El elefante de oro”, reconvertido en restaurante o así. Indescriptible el ambiente circundante y lo que cayó en los platos. Ya van apareciendo rictus de amargo conformismo entre el personal…y la sospecha soterrada de que quieren envenenarnos para ahorrarse algunas pensiones.
Después de comer (ingerir el rancho) con más prisa que pausa, nos dirigimos a Toro para visitar la famosa Colegiata…por fuera. Quien quiera verla por dentro tiene que pagar –y pagamos, faltaría plus-, porque es joya del románico que merece la pena contemplar.
Aunque el verdadero destino de esta tarde y sin solución de continuidad, es visitar una Casa/Museo/Fábrica de QUESOS –visita obligada- donde nos tienen más de una hora de pie, apretujados y con claros síntomas de fatiga física y existencial, escuchando al hijo del dueño que, con un pico de oro digno de Emilio Castelar nos contó la historia familiar, cómo hicieron el primer queso y lo que le siguen queriendo a su abuela Concha (me acuerdo porque la mía también se llamaba así). Luego, como a los niños que se han portado bien nos dan de merendar: cata de quesos, de embutidos y vino de Toro. Y a comprar quien quiera comprar –que quisieron muchos y allí estuvimos- y de vuelta a Salamanca. Llegamos re ven ta dos y con el tiempo justo para empalmar con la cena en el hotel y chascarrillear sobre la excursión maratoniana.
Voy tomándole el pulso a este “viaje cultural de turismo social”. Tan sólo espero que no nos den “de merendar” ningún día más… Son las diez de la noche y llevo encima un cansancio como no recuerdo haber sentido en tiempos. Será que no estoy muy fina todavía, será que no estoy disfrutando y mi mente ya ha encendido la primera de sus luces rojas. Me duermo casi antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Felices los felices.
LaAlquimista
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