Tengo ya una edad en la que es difícil enderezar el arbolito. Este año cambio de década y mucho me temo que ya está todo el pescado vendido, aunque todavía me den ramalazos de querer reubicar sentimientos o soltar algún lastre que incordia lo que no está escrito.
Quiero decir que, si miro hacia atrás, tengo “un pasado” más que “complicado”, esa dichosa mochila que nos llenaron de piedras en la infancia y que hemos tardado lustros en aligerar de peso aunque fuera de mala manera. Luego está lo del futuro que es un cuento que cada quien se cuenta a su manera con sueños y deseos dignos de un patriarca de la fe. ¿Qué queda? Pues este rato en que escribo y que no sé si se alargará mucho porque lo mismo me cae encima el dichoso meteorito.
Bromas aparte –que el tema es serio a más no poder-, estoy entrando ya en el “tiempo de descuento” de este partido que tiene un marcador inapelable. O ganas o pierdes. Nadie empata. No sé si me explico.
Yo quería ser “buena persona” porque me parecía lo más normal, vamos, que todos querrían serlo y que viviría en una sociedad de gente bien intencionada, bien pensante y bien encarada. Con el paso de los años y al abrir mi abanico relacional empecé a darme cuenta de que, demasiadas veces, o pisas o te pisan y si te pisan tienes ganas de devolver el pisotón; vamos, que lo de devolver bien por mal era el truco del almendruco para colocarte entre las víctimas de ciertos desafueros sociales y que no rechistaras.
A pesar del daño infligido, a pesar de las bofetadas que he recibido y los golpes que he propinado, incluso contando en mi haber con más fracasos que victorias, sigo creyendo (con la boca muy pequeñita) que podría haber sido mejor persona; que quizás aún podría serlo, en una especie de sprint final para llegar a la meta y que me pongan una medallita de hojalata.
Pero no me sale; por más que lo intento, no me sale. O el esfuerzo me dura justo el tiempo de volver a detectar otra mentira, de sacudirme una garrapata en forma de falsa amistad que se me ha incrustado en la piel del alma.
Los falsos amigos, ay, ¡cuánto daño nos hacemos entre nosotros! La mala familia, ay, ¡qué delito tenemos con los zarpazos que nos damos mutuamente! Y ya no hablemos de los compañeros de trabajo, de los vecinos de escalera, de los que vamos juntos al bar o al monte a caminar y nos seguimos mirando como perros enseñando los dientes.
Aquí todo quisque habla mal del vecino, critica al que envidia, envidia al que destaca, insulta cuando cree que no le oyen y arregla el mundo a su manera, casi siempre, segregando bilis.
Así que, por mucho que me lo proponga, me temo que voy a seguir con la misma pelea interna. ¿Soy buena y dejo que abusen de mí? ¿Devuelvo las pedradas afinando la puntería? ¿Dejo que la vida pase sin involucrarme en ella? ¿Perdono a quien me ofende o le arreo un estacazo virtual…?
En estas estoy. Un poco cansada ya –son muchos lustros- de intentar no meterme con nadie y que me dejen en paz, a mi bola. Pero no puede ser. Somos seres sociales, gregarios y todo eso y por mucho que yo quiera dármelas de ser un “verso libre”, no soy más que una mujer mayor que da manotazos para apartarse las moscas cojoneras.
Como lo soy yo misma tantas veces.
Felices los felices, malgré tout.
LaAlquimista
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