Sigo a la escritora Rosa Montero en las redes sociales. Sigo –espantada- su periplo imparable alrededor del mundo y de cuanta presentación de libro (suyo), visita a Ferias, conferencias en templos del saber y charlas on-line ella misma participa. Tiene la simpática costumbre de publicar las vistas de cada habitación de hotel que le adjudican en su continuo ir de aquí para allá. Pero esto no va de criticar a una insigne señora de las letras castellanas. A ver si me van a malinterpretar.
La tomo, a esta viajera incansable, como ejemplo para ilustrar la reflexión que me brota cuando veo a tantísimas personas que van acumulando junto con los años vividos un cansancio suprahumano por tanto trasiego del propio cuerpo. O que igual no se cansan porque para ellas es muchísimo peor quedarse quietas paradas. No lo entiendo muy bien.
Pienso que el cuerpo humano va acumulando limitaciones a la vez que expande su mente o su espíritu (eso es un deseo, no una constatación) y que en algún momento “hay que saber parar”…antes de que el motor que nos mueve se gripe. Aunque se pase la ITV todos los años con reajustes y componendas más o menos chapuceras, el ser humano es lo que es y si se fuerza la cuerda va a acabar por romperse… antes de tiempo.
También lo veo alrededor. Gente de mi edad –sobre todo mujeres- que es que no paran de la mañana a la noche. Haciendo lo que sea. Desde ir a la gimnasia a primerísima hora de la mañana, pasando por recoger a los nietos y darles de comer, hasta echar varias horas de la tarde en actividades diversas. Voluntarias u obligadas, pero el caso es no parar.
Luego –claro está-, pasa lo que pasa. Que te enteras que a fulanita le ha dado un jamacuco y se ha quedado para los restos en una silla de esas en las que nadie se quiere sentar. O ves que hay gente más joven que tú –o menos vieja- que no puede con su alma porque les pesa tanto como si cargaran unas alforjas existenciales de a quintal.
Me viene a la memoria ahora la madre de un amigo que, con los ochenta años bien cumplidos, pasaba todos los días el aspirador por la casa a pesar de que tenía una lesión en la espalda que le mortificaba muchísimo, pero le compensaba tener el piso como los chorros del oro. O quizás ni siquiera llegaba a plantearse otra alternativa. Vaya usted a saber.
Vaya que si compensa el cansancio físico, el deterioro voluntario si a cambio se consigue lo que todos más o menos andamos buscando. Que no es otra cosa que vivir rápido sin tomar conciencia de casi nada para que el cerebro no se nos vuelva de gelatina.
Porque pensar cansa muchísimo. Más que pasar la aspiradora. Doy fe.
Felices los felices.
LaAlquimista
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