Ahora que se perfilan los meses de asueto laboral para la mayoría del personal o las fechas veraniegas en las que casi todos queremos romper la rutina para sumergirnos en otra que no siempre es más placentera, hay que negociar el cómo y el dónde.
A unos les gusta “ir al pueblo” y a los que viven junto al mar a la montaña. Y los de interior quieren arena fina y mucho sol y otros ir a cualquier lugar, pero que esté “lejos”. Los menos, prefieren que les dejen en paz y no moverse ni de casa ni un dedo en nada que suponga esfuerzo.
Los que tienen dinero de sobra se rompen la cabeza pensando en cómo gastarlo de la manera más vanidosa posible –que el postureo sigue en pie en todos los ámbitos- y los que no pueden porque no pueden de verdad a veces prefieren trabajar para sacar una cantidad extra y tapar agujeros.
En cualquier caso, hay que negociar. Escuchar deseos y opiniones de los demás, dar gusto a los hijos o a la pareja, ceder “por la paz un avemaría” o morderse los higadillos y seguir agachando la testuz y aceptar la imposición de quien levanta más la voz o controla la cartera. Yo qué sé, cada familia es un mundo, cada pareja un fortín fortificado donde quienes están dentro quieren salir y algunos ilusos que están fuera querrían entrar.
En lo personal hace ya varios lustros que no tengo que “conciliar” con nadie el tiempo de ocio. La última vez que compartí vacaciones con otra persona aquello acabó como el rosario de la aurora por (falta de buena) voluntad expresa de ambos participantes. Compartíamos mesa y mantel y poco más ya que mente y corazón iban paralelas como las vías del tren y nunca coincidían. Tanto conocíamos el percal que nos alejamos quinientos kilómetros de la “zona de confort” cada cual en su coche previendo que hubiera que apretar el “botón del pánico”.
Recuerdo la falta de coincidencia de horarios y apetencias. A mí me gusta la playa a primerísima hora y salir a cenar y pasear y echar la siesta y tirarme horas leyendo a la fresca. Y hay a quien le gusta dormir hasta casi la hora del ángelus y achicharrarse con la calorina o coger el coche y hacer kilómetros para ir a otro lugar casi idéntico para comer en un restaurante donde las gambas son igual de sosas y de caras que en el chiringuito que está a tiro de piedra del apartamento alquilado.
Cierto es que también los hay que se llevan genial y no discuten nunca y firman acuerdos tácitos con un beso y no le hacen al otro una “moción de censura” jamás. Pero me perdí esa película…
Es por eso que desde hace ya unos cuantos años gestiono mis vacaciones sin pelea alguna. Quiero decir que voy adonde quiero, en las fechas que me convienen, con el presupuesto que me asigno (sólo para mí) y con la tranquilidad de que no tengo que ir de copiloto sino que yo solita manejo mi barca.
Al principio me resultaba un poco desconcertante eso de ir de vacaciones sin compañía que llevarme a la boca -sobre todo porque las paellas exigen mínimo dos personas-, pero a fin de cuentas ¡hay tantas cosas ricas que se pueden comer sin necesidad de compartirlas! Y no hablo únicamente de “compañía sentimental”, que ir con una amiga puede ser igual o más frustrante y cabreante que hacerlo con el novio o la novia. También me daba un noséqué conducir yo sola (con la radio puesta) durante muchas horas, (¿y si me pasa algo?) hasta que atravesé sin ninguna incidencia Los Monegros y empecé a oler a mar otra vez.
Luego ya todo tiende a ser miel sobre hojuelas: comer cuando llega el hambre, dormir cuando se tiene sueño y así todo lo demás. Valorar y apreciar la propia compañía, la ausencia de normas y reglas (ajenas), agradecer el silencio (o la ausencia de ruidos humanos) y, sobre todo, ni acordarse de las cosas que uno piensa que va a echar en falta. Aprender de una vez a disfrutar de mí misma, de lo que soy y de todo lo que me gusta.
Que nunca es tarde si la dicha es buena. Doy fe.
Felices los felices.
LaAlquimista
*Fotografía sacada de internet
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