-“Mi tiempo lo dedico únicamente a las personas a las que quiero”, me soltaba a bocajarro una conocida de esas que te encuentras en el parque y se monta rápidamente una sesión filosófica si hay un banco a la sombra. Yo puse cara de póker porque últimamente no entro al trapo con casi nadie, ya que la gente anda pelín soliviantada con esto de tener que interferir las vacaciones de verano para que algunos conserven o alcancen poltronas bien remuneradas (por nosotros mismos)
No sé, la vida me ha llevado a dedicar mucho de mi tiempo libre a otras personas por motivos que no eran estrictamente de amor y pensando en ello se me quedó la idea dando vueltas en la cabeza mientras recorría los pasillos del súper buscando algo que estuviera de oferta esta semana.
Pero a lo que iba. Hace poco leí una frase que se me quedó clavada y que luego apunté en las “notas” de mi teléfono móvil. “Tu tiempo que sea para aquellos que se sientan orgullosos de tenerte.”
¡Qué buen consejo, qué simple y certera sabiduría! Entonces fue cuando me di cuenta -con un estremecimiento de meninges- que me había pasado AÑOS –que se dice pronto- visitando con regularidad a una persona con la que me unía un lazo de cariño (presunción mía), la cual jamás se había interesado por mi trabajo, ni luego me preguntó por mis hijas y nietos ni por mis proyectos para la jubilación y ni tan siquiera por mi perro, cuando todavía tenía a mi Elur.
Se limitaba a hablar de sí misma sin separar un párrafo de otro, como escribía Saramago, en un monólogo sin fin que ríete tú del de Molly Bloom. Yo le dedicaba mi tiempo cada vez más renuentemente y por mitigar su soledad que, todo hay que decirlo, la había elegido por orgullo y soberbia de no querer compartir sus años postreros con otras personas. Llegó un momento en que tuve que salir de esa “realidad paralela”, ese camino a ninguna parte por el que transitamos demasiadas horas y volver a la “realidad real”, y aceptar que esa persona no valoraba lo que yo era más allá del rato de compañía y la escucha que le proporcionaba a sus -demasiadas veces- absurdos soliloquios.
Llegó un día en que le dije que ya no vendría más a visitarla porque me dejaba la moral por los suelos darme cuenta de lo poco que yo significaba para ella. Encajó el reproche con soberbia y me contestó que le daba igual, que hiciera lo que quisiese. Salí de su casa ligera como si se me hubieran perdonado todos mis pecados y me senté en una terracita a tomar una cerveza con aceitunas, que es lo que nunca me había ofrecido en mis visitas durante años.
Esa noche apunté en mi cuaderno de bitácora una nota en rojo: “Ve únicamente donde te quieran”. Que es exactamente por donde tenía que haber empezado años atrás. No me arrepiento del “tiempo perdido” ni le guardo rencor, ya que soy la única responsable de mis actos aunque me dé cierta vergüenza reconocer que tardé demasiado en liberarme de aquel lugar –y de su habitante- que hacía que se me encogiera el corazón de la mala energía que había en el ambiente.
Me queda por reflexionar cuánta de esa mala energía era producida por mí misma… por estar en una situación en la que no actuaba con coherencia y respeto hacia mi propia persona. Pero nunca es demasiado tarde para hacer las cosas (bien) por primera vez.
Felices los felices.
LaAlquimista
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