Recuerdo los intensos cursos de Inteligencia Emocional a los que acudí durante varios años. De todo lo aprendido aún mantengo y pongo en práctica no pocas enseñanzas que me ayudan a moverme con cierta seguridad por el panorama emocional de las relaciones personales.
Una de las actitudes identificativas de las personas “que se cierran al mundo” es la postura física de cruzarse de brazos. Con ello se busca protección, colocar un escudo delante del pecho para que no afecten las energías ajenas y de paso retener las propias. Esto es algo básico, supongo que lo hemos hecho todos en algún momento y también lo hemos podido observar en los demás: un clásico.
En el lado opuesto de la balanza está la actitud de “abrir los brazos, acoger la vida”. De una manera incluso física abrimos instintivamente los brazos, exponemos el plexo solar, vulneramos la zona del corazón ofreciéndola sin reparo de forma natural cuando estamos alegres, contentos, felices. El saludo al sol, las posturas en el yoga, los brazos abiertos de par en par al bailar… ¡de tantas maneras lo hacemos!
Por supuesto que no pretendo sentar cátedra diciendo cuál de las dos posturas es mejor o más aconsejable: allá cada cual con sus necesidades y libre decisión. ¿Quién no ha pasado alguna vez por circunstancias dolorosas o ha padecido afrentas que obligan a protegerse de la mejor manera conocida? ¿Vamos acaso a abrir los brazos y acoger a quien nos hace daño dándole trato de amigo en vez de enemigo?
De todas las posibilidades que tenemos, tomará carta de naturaleza aquella que nos haya sido inculcada desde la infancia: una madre miedosa y desconfiada criará hijos miedosos y desconfiados, es de manual. Por el contrario, una madre alocada o irresponsable generará en sus hijos la –seguramente errónea- certeza de que todo vale y todo se puede hacer.
Luego pasan los años, empiezan los batacazos y la necesidad de separar el grano de la paja y decidir qué hay que tirar y qué hay que incorporar al panorama emocional. A veces –y sólo a veces- la persona alcanza un cierto equilibrio y una moderada paz interior: “misión cumplida”, decimos y nos relajamos como si ya hubiéramos acabado los “deberes”.
Hoy hablo de esto porque compartí unas horas de conversación –en mi caso escuché más que hablé- con una persona joven, de casi treinta años menos que yo, que expresaba su absoluta confianza en la vida, en lo positivo por venir, en la fuerza para afrontar cualquier contrariedad, y lo decía serena y consciente, alegre por estar viva, agradecida por los dones recibidos y, sobre todo, porque había descubierto un auténtico motivo para encarar la vida de otra manera.
-“Abro los brazos a la vida y acojo lo que tenga que venir” –me soltó sin anestesia. Me pareció una mujer sabia, una mujer “anciana”, vivida, experimentada, moderada y sobre todo con una gran inteligencia emocional.
Pensé –y no se lo dije- que la vida no siempre sale como uno se la ha planteado, que hay muchos escollos, tsunamis afectivos, reveses del azar imprevisibles… muchas variables para que la ecuación sea perfecta matemáticamente hablando. Pensé –y eso sí que se lo dije- que su elección me parecía inteligente y positiva ya que, por el mismo precio, venga lo que tenga que venir, con los brazos abiertos, acogiendo la vida, dejaremos entrar cantidades ingentes de pequeños momentos felices. Bueno, también entrará por ese gran portón abierto las energías grises de los seres grises, pero basta con colocar un buen filtro y tenerlo siempre limpio de impurezas.
Abro los brazos y acojo la vida, yo también.
Felices los felices.
LaAlquimista
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