Durante los treinta y seis años que fiché a las ocho de la mañana para ganarme los garbanzos dejé que el calendario de las vacaciones anuales sobrevolara el mes de agosto sin hincarle el diente. Yo me quedaba tranquilamente en la oficina mientras mis compañeros sudaban lo que no está escrito en sus lugares (lejanos) de veraneo.
Obviamente, cuando ellos volvían yo me iba a la calma mediterránea de septiembre. El viaje contracorriente me hacía sentir feliz y si mis hijas tenían que empezar el colegio más tarde pues tanto daba porque, a fin de cuentas, las normas siempre han estado ahí para saltárselas aunque tan sólo fuera un poquito.
Agosto es un mes diferente para mí; de hecho el más extraño del año, esos días que se llenan de fiestas y “planes especiales” que me provocan un rechazo visceral. Para el mes de Agosto me pertrecho en casa como si hubieran anunciado una epidemia de langosta o una nube de ceniza volcánica.
Es el tiempo, mi tiempo tranquilo, en el que casi todas mis relaciones se van fuera, casi siempre lejos, a disfrutar de planes familiares más o menos bien avenidos y que abren un paréntesis inevitable en mi cotidianeidad. Digamos que me he visto abocada a lo largo de los años a escudriñar mi entorno para “disfrutar” yo también del mes de asueto por antonomasia desde una soledad cada vez más elegida y deseada.
Me gusta el mar y la playa, pero cuando hay poca gente así que ni se me ocurre acercarme a los arenales donostiarras, como no sea a las ocho de la mañana de esos días grises y nubosos que ayudan a que el verde de mi pequeño país sea hermoso y permanezca vivo pese a todo.
Los parques y el bosquecillo se tornan solitarios preservando el frescor de la humedad que alimenta los árboles. Los paseantes –autóctonos que nos conocemos el percal- nos saludamos con esa sonrisa de satisfacción de quien tiene la buena suerte de haber podido huir de la algarabía, la marabunta, las hordas foráneas o las insoportables fiestas patronales.
Creo una muga (frontera) imaginaria entre mis calles casi vacías y el centro de la ciudad abarrotada y no la traspaso excepto causa de fuerza mayor o emergencia emocional. Conduzco mi coche en dirección contraria, hacia los montes que conservan su silencio natural liberados del ruido humano dominguero. Los lunes son sagrados y los martes muy amables. No pido más, no puedo esperar más.
Agosto es el mes ideal (para mí) para dedicar tiempo a la lectura. Al aire libre, al atardecer, con un agua con gas y hielo y limón, en la terracita (hay varias) casi desierta del parque donde ya no hay críos chillando, ni chavales jugando al balón, ni padres y madres trasegando cerveza. Se han ido todos. Lejos, espero que muy lejos.
Agosto es el mes ideal (para mí) para ver el cine que me gusta a la fresca de mi salón con las ventanas abiertas. Con una cena rica y frugal –jamás con palomitas-. Y dormir. Dormir y además descansar. Los vecinos también se han ido, hay muchos sitios libres en el parking, menos ruidos. Ni tan siquiera hay un gremio que quiera usar el taladro en este mes. ¡Bendito silencio, magnífica paz agosteña!
Y el dinero que me ahorro alejándome de los precios subversivos que obligan a pagar a quienes no tienen otro remedio –u otra costumbre- que salir de vacaciones en plena canícula estival. A mediados de septiembre pagaré exactamente un tercio de la tarifa oficial en mi refugio de “mi otro mar”, habrá la tercera parte de gente y disfrutaré tres veces más.
Y no, no me aburro en absoluto, porque he aprendido a amar lo que tengo en vez de desear lo que no puedo conseguir. O haciendo limonada cuando la vida me da limones, que es menos filosófico pero igual de práctico.
Felices los felices.
LaAlquimista
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