Una vecina de la pequeña urbanización donde recalo en mis felices visitas a “mi otro mar”, tiene dos perras caniches: una de doce años completamente ciega y otra de ocho completamente muda. Dos criaturas que da penita verlas, la mayor en brazos de su “humana” y la pequeña mirándolo todo desde su silencio.
Yo estaba leyendo en el jardín y la vi salir con los perrillos y cuando regresó al cabo de veinte minutos me levanté como un resorte y fui a saludarla. Si hubiera ido con dos niños de la mano igual la saludo desde lejos, pero los perros que “pasean” de la correa a humanos amorosos me resultan irresistibles.
Así supe que las había “rescatado” a ambas perritas de los desechos de los “concursos de belleza caninos”. Al ver mi cara de desconcierto me explicó –más bien, fue una diatriba en contra de esas exhibiciones- cómo, la pequeña “Linda” había ganado hasta un premio nacional en su categoría, y que la pasearon sus “amos” durante años por aquí y por allá privándole de su auténtica naturaleza perruna en pos de preciados galardones.
Me contó –y yo comencé a temblar- cómo las perras quedan arrumbadas a jaulas, encerradas durante la mayoría del tiempo, cuando ya no sirven para generar dinero. Cinco o seis camadas impuestas para explotar el pedigrí y abandonadas a su suerte después. Obsoletas. Así enmudeció la pobre “Linda”, de ladrar desesperada durante semanas hasta que se le desgarraron las cuerdas vocales.
La otra perra que llevaba en brazos, “Palmi” quedó enferma de la vista por un desprendimiento de retina y estaba condenada a morir en ciega soledad ya que no se consideraba productiva una eventual inversión. Estaba en el mismo lugar que “Linda”, esperando seguramente la muerte.
Ella, mi vecina, las rescató a ambas y las adoptó siendo muy consciente de que les salvaba de un destino horrible y cruel. Su “pequeña satisfacción” consiste en poder darles cariño, cuidarlas amorosamente y que tengan un final digno después de haber estado explotadas durante tantos años. Sus dueños se desentendieron y ahora tienen otros perros para lucirlos.
“Linda” se dejó coger en brazos y respondió al cariño como saben hacerlo los perros: con esa mirada agradecida que hemos desechado y casi olvidado los humanos. De repente fue como si tuviera de nuevo a mi Elurtxito apretado en mi pecho, sentí un estremecimiento de emoción y dejé a la perrita en el suelo antes de que me fallaran los músculos de los brazos.
De vuelta en casa, me lancé sobre el ordenador y le saqué chispas a Google buscando los entresijos de los concursos de belleza caninos. Más allá de la pasarela en la que los perros desfilan para orgullo de sus amos, existe una trastienda de explotación para las hembras y de abandono para todos; la belleza exterior es efímera y el precio a pagar es el mismo para todos los animales: los racionales y los otros.
Los concursos de belleza son un negocio. Los concursos de belleza para perros, también. Pero las “misses y místeres” humanos tienen la posibilidad de defenderse de la voracidad de sus “amos”. Los perros, no. Están condenados a ser tratados como “material de desecho”.
“Palmi” no ve y “Linda” no puede ladrar, pero ambas reaccionan a las caricias y perciben el amor. Y lo devuelven a su manera… Las emociones encontradas vuelven a aparecer en mi corazón: por un lado la tristeza y por el otro la alegría de haberme topado con un ser humano generoso y lleno de amor… malgré tout.
Felices los felices.
LaAlquimista
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