Entre mis “asuntos pendientes” tengo una autocrítica que cada vez me da más pereza (o miedo) encarar. Sobre todo porque no deseo meter los pies en la charca de los despropósitos, pero siento que necesito echar otro vistazo a mis pequeñas miserias pasadas (las presentes están más o menos bajo control) y rescatar la moraleja, recuperar la enseñanza que llevan adherida, hurgar aún en aquel tiempo lejano –aunque haya pasado veloz- en el que a mi vida se le pegaban pequeñas infelicidades, como las garrapatas a los perros.
Cuando las circunstancias me apaleaban era consciente de que sufría por dentro y de que se me agriaba el carácter. Que la risa que me había acompañado como fiel escudo durante mi infancia y adolescencia comenzaba a escurrirse por un sumidero del que empezaban a salir las miasmas de la tristeza y la autocompasión; situación que llevaba de la mano mi inmadurez y que me había acostumbrado a disculpar a la medida de mis inseguridades.
Porque yo no era feliz. Y no lo fui con consciencia plena quizás hasta bien cumplidos los cuarenta. Por más que la vida me tratara amablemente había algo, un “je ne sais quoi” que me silbaba desde dentro, como el viento que se colaba por las ventanas de la casa de Norman Bates y su madre.
La madre. Siempre la madre.
La mía fue profundamente infeliz, ahora lo sé, ahora lo comprendo, ahora que lleva muerta casi cuatro años. Su infancia fue triste, su adolescencia de color gris. Ni siquiera se le iluminó el corazón gracias al amor –nunca habló de enamoramientos ni de pasiones, el amor romántico debió de pasar sin rozarla con sus alas y el maternal fue una cruz que le impuso el matrimonio. Ella llevaba sus aflicciones por dentro y jamás quiso vencer el pudor que le impedía compartirlas… por más que yo le insistiera para que “contara algo de su infancia y juventud”.
Nos enseñó muchas cosas buenas, sobre todo cuando el ejemplo era malísimo y de esa forma mostraba el camino que NO había que seguir. Su discurso fue una queja genérica de que “le habían destrozado la vida” y lanzaba venablos verbales contra la sociedad hipócrita y puritana de su época, -nació en 1927- contra la familia, contra los médicos que aseguraba le habían maltratado con diagnósticos erróneos… Alimentó en lo más profundo de su corazón una rabia que a veces parecía que le iba a salir por los ojos como si fueran los rizos de Gorgona.
A pesar de haberse casado con un hombre alegre no se le contagió el espíritu del marido sino que fue el suyo –melancólico y resentido- el que tomó carta de naturaleza en la pareja. Y de esta tristísima manera se convirtieron ambos en personas agresivas. Hicieron que la violencia –tanto física como psicológica- habitara en aquel hogar cristiano, compartiendo paredes con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús o bendecida desde un crucifijo sobre el tálamo. Nos enseñaron lo que era el miedo, la culpa y la terrible sensación de sentir que los demás “todo lo hacíamos mal” y siempre estábamos en pecado. Gran trabajo tuvo después su progenie para desaprender lo mal aprendido a golpe de terapias y fustigamiento mental.
No siempre se aprueban las asignaturas pendientes; a veces hay que repetir el examen o incluso volver a la casilla de salida. Es un bucle sin fin; doloroso y frustrante si no se consigue atisbar la grieta por donde se escapa la luz. Quizás sea cierto eso de que las personas agresivas lo son por no saber gestionar su infelicidad interior. Puede ser, no soy psicoanalista ni psiquiatra, pero lo que sí puedo asegurar es que todas las personas agresivas que he conocido tenían como denominador común esa infelicidad que llena de monstruos el habitáculo interior. Otro tema tabú.
Cuando alguien grita por fuera, hay que intentar verle por dentro. Cuando sale la mala baba de quien creías amigo, mira más allá de sus palabras. A fin de cuentas, la infelicidad ajena no es responsabilidad nuestra, ni mucho menos las emociones de los demás. Pero está bien comprender el porqué de algunas cosas…y aprender que tan sólo depende de mí y de mi libertad la actitud que tomo ante los hechos que ocurren. Y ahí ya no puede entrar nadie con ningún tipo de violencia.
Felices los felices.
LaAlquimista
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