Me enseñaron desde pequeña a “sentir pena” por aquellos que tenían menos que yo; una de las primeras contradicciones que me inocularon en vena porque, con no poca hipocresía, inculcaba la “conciencia de clase” en los tiernos infantes que ya nos dábamos cuenta de los privilegios de unos frente a la realidad de otros. Se miraba de soslayo a los que estudiaban con beca, te decía tu madre en qué lado del parque había que jugar y tu padre se empeñaba en llevarte al colegio en coche, en el suyo.
La conciencia no era más que una herramienta que se utilizaba a gusto del consumidor para hacer o recibir reproches y controlar férreamente la educación que recibíamos. Iba de la mano de su hermana de sangre, la culpa, de forma que siempre había un resquicio por el que podía asomar la madre de todas las injurias: el pecado.
Así crecimos y así nos hemos quedado muchos después de varias décadas consumidas: con la conciencia amordazada por costumbre.
Pero ahora que tenemos acceso a tanta información como queremos, incluso a información “veraz” aparte de la “fake” que es lo opuesto (es decir: falsa y mentirosa) ya no hay excusa que valga para decir “yo no sabía” y mirar hacia otro lado.
Mirar de frente y apurar el cáliz hasta las heces (una frase horrenda pero que se entiende muy bien) quizás sea la nueva obligación que se le impone a nuestra conciencia si no queremos deshumanizarnos sin remedio.
Por un lado está esa parte de la sociedad que dice “estar harta” de tanta desgracia y que ya “no quiere saber nada” del horror. Ni de los cientos de miles de desheredados que huyen de su país de origen buscando salvar la vida, ni de los que atraviesan fronteras de forma abrupta, ni de quienes son arrojados fuera de sus hogares por las bombas, sus familias destruidas, sus hijos masacrados…
Por otro lado está la (pequeña) parte de la sociedad que se siente incapaz de mirar hacia otro lado, que siente su conciencia removida ante tanto horror, que quisiera hacer “algo” por remediarlo y no sabe qué ni cómo pero que por lo menos alza la voz, que no haya silencio cómplice. Esas personas que denuncian las injusticias, que claman contra la deshumanización, que no quieren guerras ni invasiones ni venganzas.
Y es entonces cuando, frente a esa conciencia que habla, surge la terrible MORDAZA. La usan los poderosos para su propio beneficio.
No digo nombres –ni falta que hace- porque si el algoritmo los detecta…¡me censuran la opinión!
Y acabo sintiendo que las distopías no son más que premoniciones, que Orwell fue un visionario certero, que ya no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Porca miseria.
Felices los felices, que quizás sean los que tienen dormida la conciencia.
LaAlquimista
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