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Cecilia Casado

A partir de los 50

¿Qué hacemos cuando falla la ilusión?

 

A veces me encuentro con personas que dicen cosas que me ponen el alma patas arriba, una especie de asalto emocional inesperado, de esos que precisan un trago o un meneo para digerirlos. ¿A quién no le habrá ocurrido?

Una mujer de mi edad, conocida por más señas, dos besos sin fervor en una cafetería, un “qué tal pues bien y tú pues ya ves aquí, bien habrá que decir”. Pero le vi la tristeza en los ojos y en vez de ser cautelosa y callar se lo dije “te noto triste o será la lluvia” y ella me agarró del brazo, “ay, vamos a sentarnos un rato te invito a un café venga, después de tanto tiempo, Cecilia”.

Me contó, después del primer sorbo al café con leche, que su vida era un agujero al que había ido bajando poco a poco alejándose de la luz, del esfuerzo, de la esperanza. Que sus hijos ya eran mayores y aunque estaban casados no estaban por la labor de perpetuar la especie, que su marido también estaba muy mayor y tan sólo balbuceaban algo cuando se sentaban a la mesa: “esto está rico, pásame la sal”, que se le habían desgastado los últimos sueños cuidando a sus padres ancianos y que su vida, a los sesenta bien cumplidos, no tenía ningún horizonte, ninguna ilusión, que se alimentaba de pastillas en vez de retos y que tenía pavor de pensar que todavía pudieran quedarle veinte años de vida en estas condiciones.

No dije nada y le dejé pagar los cafés. Se fue dándome un abrazo y llevándose el mío. Le hubiera dicho de quedar otro día pero para qué si ella ya había elegido su destino…

¿Cómo hace una persona adulta para vivir sin ilusión? ¿Qué vacío se oculta detrás del telón cuando este cae y no se vuelve a levantar?

Tuve que aplicarme mi regla de oro número tres, esa que dice que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo” y caminé hacia casa en elipse para prolongar la reflexión y que se me espabilase la mirada, mortecina por la energía gastada en la escucha.

Pensé en mis propias ilusiones, hice memoria en mi pobre biografía arañando recuerdos desde los siete años cuando soñaba con ser viajera famosa y escribir mis peripecias o cuando mi ilusión se emborrachó de fantasías periodísticas, de relatos inventados, de libros por escribir. Los libros y el mundo imaginario, los viajes y sentir mi piel arder en los desiertos y temblar en los glaciares, mapamundi de imaginación inacabable, sueños, proyectos, ilusiones…Aprender muchos idiomas para hablar en los confines lejanos, pintar el pasaporte con sellos de colores y experiencias, conocer, saber, comparar, disfrutar, curiosear siempre con la inquietud propia de un espíritu libre.

No fui capaz. O tan sólo fui capaz a medias. O ni eso.

Tropecé con barreras que me arañaron con sus púas y retrocedí a la trinchera de la comodidad. Hice lo que ellos querían que hiciera y amordacé el canto de mi propia sirena interior. Quise convencerme de que elegía en libertad, pero tuvieron que pasar muchos años hasta que llegué a donde estoy ahora, en otra atalaya cómoda desde la que miro los álbumes amarillentos en los que una niña de ojos vivos me mira sin comprender nada y preguntándolo todo. “¡Cómo has podido hacerme esto! ¡Las ilusiones de toda una vida…!”

Ahora tan sólo quiero creer que soy sincera conmigo misma cuando rechazo moverme en una dirección “conveniente” en lo social pero que no me conviene nada en lo emocional. La ilusión de formar una familia tipo tribu se fue al traste y de ese naufragio surgieron mis hijas a las que he provisto de una carga que no se merecían ni esperaban. ¿¡Quién quiere ser hija de una madre reincidentemente divorciada!?

Y lo poco que hago, lo poco que me muevo de aquí para allá buscando silencios o aire puro lo hago con ilusión…o no lo hago en absoluto. Cada vez menos en la mochila, cada vez más en el corazón. Sin ilusión no voy ni de aquí a la esquina a comprar pasteles, sin ilusión no acepto citas ni encuentros ni doy cenas en mi casa ni llamo a mis amigas; sin ilusión me quedo en puro hueso humillado, recordando a aquella niña que fui y que irradiaba luz, amor, vida.

Vivir es una ardua tarea cuando ya no hay rutinas laborales que permiten emborronar el calendario sin más horizonte que el despertador cotidiano y la película de la noche. Vivir cuesta, vivir cansa, vivir no es algo fácil que pueda hacer cualquiera. Sobrevivir, sí. Pero ese es otro tema.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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