De los miembros que quedan vivos de mi familia de origen ni uno sólo es partidario de las redes sociales; es más, las odian profundamente. Su opinión inamovible es que son un entorno mitad maléfico mitad estúpido y siempre me han mirado un poco por encima del hombro por seguir teniendo ganas de compartir pensamientos en lo de Zuckerberg.
“Oséase”, que ni a mis varias hermanas y sus respectivos maridos (mis actuales cuñados), ni a sus hijos e hijas y respectivas parejas se les puede pillar en el mundo virtual ni en el totum revolutum de las RRSS. Tan sólo mis dos “vástagas” y mis yernos las utilizan como la herramienta que son para lo que consideran menester.
Pero, ¡ojo!, que como se me ocurra –como se me ocurre muchas veces- contar algo personal de lo que se pueda tirar del hilo hasta llegar al ovillo de la familia de procedencia… ¡mis hermanas enseguida se enteran y se ponen como gorgonas! Qué curioso, ¿no?
Que si por qué tengo que mencionar a la amona Julia o decir nada de papá y menos criticar el carácter de mamá, que a quién le importa si nos han educado así o asá o si en casa se comía jamón o mortadela. Que de dónde me viene el afán de exhibicionismo -o de narcisismo puro y duro- por hacer memoria de historias que seguro que muchas veces me las invento o recuerdo del revés…
Y yo les digo –cuando me dan la oportunidad, que en mi familia es muy habitual eso de disparar antes de preguntar y elevar la voz y callar la boca al otro- que todo lo que comparto es “mío”, que tengo el “copyright” registrado y que tengo todo el derecho del mundo a hablar de mis propias vivencias, faltaría más, y que si les molesta pues qué le vamos a hacer y que me parece muy raro que me lean si hacen gala de no seguirme en mis derroteros virtuales.
Pero luego me da por reflexionar y tirar del hilo para llegar al verdadero ovillo, que puede que no sea otro que cotillear mis escritos escondidos detrás de la pantalla o de la máscara de la indiferencia –e incluso el desprecio- para tener algún argumento que echar al saco de los reproches, ese que parece mágico puesto que por mucho que se saque de él siempre vuelve a llenarse como si lo manejara un prestidigitador.
La familia. Los reproches. Las redes sociales.
Mucho cuidado con las fotos de celebraciones, las postales de los viajes, esos “selfies” en los que todos estamos tan guapos y felices… ¡Que nos están mirando con la mirada aviesa de la madrastra del cuento!
La envidia es muy mala y hace muchísimo daño. Que los celos en las familias van corroyendo el alma hasta el tuétano. Que ya lo dejó escrito el gran Tolstoi en su incomparable “Ana Karenina”. “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». “
Ni mis abuelos ni mis padres tuvieron RRSS para dinamitar su propia familia nuclear, pero lo intentaron (y disfrutaron) a través del correo postal primero y luego del teléfono fijo (¿alguien lo sigue usando?) para poner verde a cualquier pariente o familiar que se saliera del tiesto. Exactamente lo mismo que se hace ahora a través del whatsapp y sus odiosos “audios”.
Que no se nos olvide. Están ahí. Nos vigilan.
Felices los felices.
LaAlquimista
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