“No es el olor a café proveniente de la cocina lo que despierta a Martina esa mañana sino el efluvio artificial con que venían bañadas las rosas rojas del ramo que le regaló ayer su marido. A ella no le gustan especialmente las flores o será que le parece un dispendio un poco estúpido, algo tan efímero y perecedero –como su amor-, cuando sin duda alguna se pueden comprar tantas cosas que duren más por el mismo astronómico precio de un ramo de veinticuatro rosas, y encima rojas. Veinticuatro, una por año.
Espera a escuchar el golpe sordo de la puerta que anuncia que el campo está libre para levantarse y dirigirse al cuarto de baño. Siempre ha dicho que es lo que más le fastidia de la convivencia, entrar recién despertada en un baño que no está limpio –y mira que ella lo limpia todos los días-, inaugurar su día con los efluvios y restos del aseo de otro ser humano, la ducha con pelos, el lavabo con restos de espuma, la taza tan a menudo salpicada… la peor manera de empezar el día.
Cuando ayer tarde volvió su marido a casa después del trabajo parapetado detrás de aquel enorme ramo de rosas rojas se quedó paralizada de estupor. Por su mente pasó –en el transcurso de pocos segundos- toda una vorágine de posibilidades: algo va a pedir, algo se quiere hacer perdonar, se ha vuelto loco… ese ramo de rosas con la excusa de la fecha era tan extemporáneo como cualquier detalle de atención por parte de él, que tanto los escatimaba desde hacía tantos años. Además del dineral que cuestan las flores y lo tacaño que siempre ha sido.
En novelas y películas avisan a las malcasadas del significado de los regalos a destiempo, mal agüero, preaviso de despido, si es que es de manual… lástima no poder hablar con su madre, lástima no tener ninguna amiga a mano…
Recalentó el café que quedaba, siempre menos de una taza, -la fea costumbre de él de tomar taza y media-, le añadió un poco de leche y mientras lo sorbía, de pie en la cocina, pasó revista a lo poco que quedaba por revisar de su matrimonio, una nebulosa de días, meses y años indistinguibles unos de otros salvo por hechos puntuales imposibles de olvidar: cuando lo del aborto y la subsiguiente operación, cuando lo de la depresión, el año que se murió su madre y las canas que la invadieron sin remisión. Luego, los silencios, tan a mano, envolventes y protectores, utilizados por ambos con generosidad, abundando en ellos diariamente, fabricando una campana protectora en la que se metieron ambos, pero cada uno en la suya…
Recoge la ropa que él utilizó ayer y, como de costumbre, la huele inquisidoramente. Tabaco y olores agrios. Registra bolsillos por si ahí están los rastros. Tampoco hoy descubre nada. Pero a ella no la engaña con un ramo de rosas por San Valentín.”
Felices los felices.
LaAlquimista
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