Desde siempre me ha interesado la política entendida como el conjunto de actividades que se asocian a la toma de decisiones en grupo u otras formas de relaciones de poder entre individuos. Es decir: que no me gusta quedarme al margen ignorante de los cocederos de los que saldrán las normas que luego me obligarán a cumplir. Me gusta creer que soy librepensadora, aun siendo consciente de que me veré esclavizada socialmente por las imposiciones de otros. Algo así como querer comprender el mecanismo del candado que cierra la cadena contra mi cuello.

Dicho esto, confieso que jamás he militado en partido político alguno gracias al íntimo convencimiento de que no reconozco a ningún otro ser humano la facultad de manejar mi mente…o mi vida. Teóricamente podría ser una “ácrata en zapatillas”, pero ni a eso he llegado, soy consciente. En cualquier caso, sigo los entresijos malolientes de la política actual, no sólo en mi pequeño país, sino en el mundo mundial.

Y duele, vaya que si duele. Desde la vertiente humanista y desde la racional, que no hace falta ser una lumbrera para darse cuenta de cómo las tres fuerzas universales que mueven el mundo son el amor, el dinero y el poder. Sobre todo el amor al dinero y al poder. O al poder que da el amor al dinero. Bueno, yo ya me entiendo.

Estos conceptos son más fáciles de comprender simplemente leyendo los titulares de la prensa que leyendo sesudos tratados de algunos filósofos y políticos influyentes como Thomas Hobbes, Jean-Jacques Rousseau, Niccolo Machiavelli o Karl Marx. Pero también es verdad que se entiende mejor lo que pasa hoy en día si previamente se ha leído a estos “visionarios” autores.

En cualquier caso, todo esto que ocurre, la locura de las guerras, el horror de las masacres, la estulticia de demasiados líderes supremos y dirigentes elegidos por mandato de las urnas que abocan a su pueblo al más profundo abismo de pobreza e injusticias, no favorece ni siquiera un ápice esa pequeña utopía que tenemos algunas personas de conseguir un poco de paz interior.

Si definimos “paz interior” como una “sensación de calma en la que dejamos de luchar contra los pensamientos y las emociones negativas y perturbadoras” entramos en flagrante conflicto de intereses.

Así pues, aquí viene la gran duda: ¿Cierro los ojos a la realidad -por muy dolorosa que sea- para sumergirme en un limbo de tranquilidad aparente? ¿Me compensa conocer los desmanes humanos? ¿Qué me aporta saber del dolor –ajeno si es posible-? ¿Pongo en valor a quienes “huyen del mundanal ruido” refugiándose en las series televisivas o en las películas de Marvel? (O en el fútbol o en las novelas de Megan Maxwell o en sesiones extenuantes de gimnasio)

Qué difícil resulta pergeñar un equilibrio vital que tenga un poco de aquí y otro poco de allá, cocinando un “guiso” que aporte al cuerpo a la mente y al espíritu todos los “nutrientes” necesarios para no caer en la enfermedad más extendida en el mundo occidental: la ansiedad por no conseguir acercarse al concepto actual de “felicidad”.

Aunque puede que la respuesta esté en el ciclo diario de la vida: unas horas para estar con los ojos abiertos, atentos al mundo, y otras horas para dormir y descansar de él. El resto, haríamos bien en dedicarlo a soñar…

Felices los felices.

LaAlquimista

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