Estoy rodeada de gente que quiere venderme cosas que supuestamente son imprescindibles para mi vida. En las redes sociales, en cuanto abro el FB, me asaltan los anuncios/mensajes de escritores, poetas, cantantes, pintores, funambulistas varios y vendedores de mierdas asiáticas que me instan a comprarles lo que ellos venden.
En mi apartamento/fortaleza también soy asediada; no ya a través de la puerta de entrada que no abro más que para salir o entrar, sino por culpa de un artilugio que se cuelga y se descuelga y por el que salen voces latinas preguntándome si soy “la titular” de lo que sea porque me van a hacer feliz si me quiero dejar. Yo les digo que el dueño del piso es un banco y que les llamen a ellos. Cuelgan rápido, sin excusarse ni despedirse.
Todavía me siguen llenando el buzón situado en el portal de papeles coloreados de mala calidad recordándome las ofertas del colmado de la esquina y de la gran superficie lejana que me obligaría a coger el coche para ir a comprarles a ellos. (Antes muerta) La tele no me incordia mucho porque la tengo en cuarentena hace muchos años, y la prensa a la que estoy suscrita vía digital todavía tiene un poco de vergüenza y deja la mitad de la pantalla libre para las noticias. También me llegan sms de mis tiendas favoritas –las que me pidieron y les di –oh, incauta de mí- el número de móvil- con ofertas de descuentos imposibles que rara vez me preocupo de comprobar.
Total, que la culpa es mía por tener móvil conectado a Internet, ordenador conectado a una Wifi y cerebro del siglo XXI enganchado al satélite ese de los algoritmos.
Mi vida es una batalla que empieza con el desayuno y acaba con la infusión de la noche.
Y yo… ¿qué tengo yo para vender…? ¡Nada! ¡No tengo nada que ofrecer que pueda ser transformado en “bizum” o cash…!
Qué malo es darse cuenta de ciertas cosas a ciertas edades…
En fin.
Felices los felices.
LaAlquimista
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