Después de los sobresaltos tormentosos de la madrugada del sábado al domingo, decidí que primero la devoción y después la obligación (léase playa vs limpieza de la porquería que dejó la jarreada en la terraza), me parcheé con protección 50+, agarré el coche (limpito y lustroso) y me fui a la playa. Podría ir andando –es tan sólo 1 km.- pero soy muy comodona y prefiero no acarrear bártulos sobre mis huesos.
¡Menuda odisea llegar a la orilla del mar! La avenida que baja desde casa cortada al tráfico por una balsa de agua –hay una hondonada- en la que se podía nadar. El paseo marítimo lleno de charcos y las rieras que dan a la playa rebosaban de una especie de charca-agua del cubo de la fregona con espumilla y todo. (Me contaron que en los alrededores de Salou el agua había desalojado de sus domicilios a bastantes roedores que llegaron cadáveres a la playa. Puaj.)
Hay un trozo de playa lejos de los hoteles que es un reducto en peligro de extinción. Ahí vamos cuatro y el tambor de buena mañana, paseamos, nos saludamos, “qué tal, otro año más, todo bien, pues a disfrutar”, y nos hacemos la foto de inauguración de la temporada con la mejor sonrisa y los brazos como si nos aplaudiera una multitud.
Son momentos sencillos, banales incluso, pero cuando mis pies se deslizan por la orilla del mar y voy pisando una arena dura y limpia (aquí la temporada empieza para sanjuanes) soy consciente, muy consciente de mi privilegio.
Un año más pudiendo caminar estas playas, respirando la vida del mar y el salitre de las algas, queriendo perderme en la línea azul del horizonte y, sobre todo, con los parches remendados –me refiero a los del alma, caso de haberla-.
Para cuando he ido y he vuelto, tan satisfecha como si me hubiera tomado un capuchino con un cruasán a la plancha de desayuno, me encuentro con mi amiga R. que me avisa que vamos a celebrar nuestro reencuentro con una paella con socarrat y mucho “bicho” justo enfrente de las palmeras que bordean una parte de este mar. Yo digo a todo que sí porque en cuanto salgo del tráfago e invasión turística de Donosti me vuelvo tan blandiblú que se me puede sacar lo que sea. (Pondré foto de la paella pero que no siente precedente, que hay mucha hambre en el mundo).
A eso de las cuatro y media de la tarde andábamos dando vueltas buscando con el teléfono móvil el puñetero coche que ni nos acordábamos dónde estaba aparcado. Menos mal que el “Mapas” lo tenía identificado con un círculo azul y un aviso de “Coche aparcado” que si no hubiera jurado que me lo habían robado. Es lo que tiene beberse una botella de brut nature casi helado mano a mano, que se pierde un poquito el sentido de la orientación.
R. y yo rematamos en el bar de enfrente de casa, mucho árbol, buen ambiente y unos gintonics infantiles hasta que se derritió todo el hielo.
Felices los felices.
LaAlquimista
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