Me gustan a rabiar los mercadillos de los pueblos grandes por lo que tienen de libro de texto de sociología aplicada. En pocos lugares encontraremos este “totum revolutum” de deseos y necesidad. Deseos –los de los turistas- de sacar la foto del pintoresquismo popular y comprar cuatro fruslerías a precio conveniente (conveniente para ellos que traen euros europeos que valen más que los de aquí). Necesidad –la de los autóctonos de ocho apellidos catalanes y la de los integrados y empadronados- que pueden comprar el producto de proximidad a mitad de precio que en el Mercadona, el DIA, el Lidl o el Esclat que son las grandes superficies que pastorean por esta zona de la costa catalana.
Los puestos de ropa vieja o de segunda mano –eufemismo ridículo lo de llamarle “vintage”- con montañas de textil a 2 ó 3€, para niños, jóvenes, madres y padres que hacen malabarismos para llegar a fin de mes.
Y la ropa a estrenar, toda ella hecha en China, como en todas partes, también a mitad de precio que en las grandes cadenas textiles del país –no digo más nombres porque me canso- y de la misma chuchurría mala calidad.
Algunos puestos hay con la enseña “Hecho en España” y es calzado patrio pero también de bajísima calidad, que aquí somos capaces de hacer las mismas porquerías que en la P.R.C o en Vietnam o en Bangladesh.
Pero yo voy por la gente –y por las cerezas que en esta época están buenísimas y a buen precio-.
La gente a la que miro y remiro y escucho y chafardeo lo más disimuladamente que puedo.
Casi el 80% son turistas que consideran el mercadillo como una atracción más de la zona. Compran mucho –sobre todo regalos para los nietos, gorras y camisetas de equipos de fútbol pirateadas- y cuando se cansan se sientan a tomar un café con leche y mojar churros. Que esa es otra, los churros del mercadillo, que endulzan con su aroma de azúcar glas y fritanga el espacio de sauna popular lleno de miles (y he dicho bien) de personas buscando su sentido de la vida. En el aparcamiento gigantesco conté, multiplicando ancho por largo, más de cuatrocientos coches.
Sigue de moda el tópico del marido con cara de fastidio mientras la señora revuelve ropa, se prueba gafas de sol de a 5€ -homologadas en Sudán del Sur- y se hace con un bonito bolso súper-cuqui con un ligero toque francés por 8€ de vellón, lo que le cuesta en su ciudad de origen una bolsa de plástico para meter los puerros y las verduras.
Me siento a tomar una “espigueta” que es un bocadillo estrecho y largo bien untado en tomate y con proteína en su interior. por 1,80€ y el riquísimo “tallat” con su galletita de mantequilla por 1,20€. Como en casa, vamos, que dicen que no se está mejor en ninguna parte…
“Eché la mañana” y me salté la playa, el largo paseo y el baño en el mar. A cambio, pegué la hebra con un francés de mi edad que se afanaba en la mesa de al lado señalando mi almuerzo con ojos ávidos para que la camarera le sirviera lo mismo. Éramos la perfecta pareja de desconocidos que se encuentran en el mejor de los marcos posibles: con el glamour del “todo a 3€”, ambientador de fritanga, en chanclas, pantalón corto y gorra de los “yorkers”. Le pedí su número de móvil pero ni lo llevaba encima ni se lo sabía de memoria, así que hemos quedado el miércoles que viene en el mismo sitio y a la misma hora. De película, vamos.
Me compré un traje de baño bastante bonito por 20€ -obviamente, nuevecito- al que le había echado el ojo en mi ciudad, en una tienda franquiciada, por más del doble. Lo lavé en cuanto llegué a casa, lo estrené en la piscina y, oh, milagro, ni ha encogido ni desteñido, ergo nadie me ha estafado.
Gaia me esperaba en casa dormida en su camita. Somos el equipo perfecto.
Felices las felices.
LaAlquimista
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