Dicen quienes se dedican a la meditación que no hay nada más difícil que vaciar la mente, borrar los pensamientos como si fuera la tiza de un encerado y dejarse ser. Estos gurús respetables no cuentan mentiras; es decir, hablan de la gran dificultad de “ausentarse de uno mismo” y doy fe de que es cierto, porque han sido muchos los intentos que he realizado –desde que tenía veintidós años- para llegar a ese punto de “no ser, siendo”.

Y la de libros que he leído, y los retiros en silencio lejos del mundanal ruido con personas con las mismas inquietudes; y los cursos, talleres, conferencias impartidos por “gente del gremio” –como Pablo d’Ors, o Pedro Vidal, por citar únicamente un par de ellos.
Así que como el tesón y las buenas intenciones se me gastan al igual que el bote de champú, lo dejé y me quedé tan ancha.
Que vivo en el mundo y no me puedo salir de él, que los humanos somos de lo peor que hay en la faz de este planeta, que me estoy atragantando de vida según las normas de otros y ya está bien. Que lo dejo. Que tiro la toalla.

Y entonces, voilà!

De repente, cuando menos lo esperas, aparece la luz al final del túnel. O se ilumina el horizonte como cuando se le aparece el Ojo de Dios al descreído –con caballo o sin él-.
El trabajo previo ha consistido en “hacer el vacío” con la respiración, dejar de ver la televisión radicalmente, alejarse de las personas que no hablan más que de las pelusas de su ombligo y, last but not least, sumergirse todo lo posible en la naturaleza. Y no ser ni “lover” ni “hater” de nada ni de nadie más que de mí misma.

Ayer mismo, sentada en la arena, en la orilla del mar, con un fuerte oleaje que hacía mucho ruido y erizaba la piel a pesar del sol, lo sentí. Fueron unos minutos, un ratito corto, pero lo sentí muy profundo.

Luego me fui a casa –sin levitar, ni flotar, en el coche- y me tomé un vermú con berberechos a mi salud. Y a la de todos.

Felices los felices.

LaAlquimista

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