Como soy de madrugar no me cuesta nada echarme a la calle a las siete de la mañana…aunque sea domingo. Y sobre todo porque parece que se va a abrir hoy la puerta del horno y llegaremos casi a los 40º al mediodía. El caso es que a la hora del lechero me he puesto las andarinas, la coleta y las gafas y me he ido a ver el mar, que está a menos de dos kilómetros de mi cama.
Ya me he empezado a mosquear –sin llegar a salir del barrio- al cruzarme con grupitos de jóvenes en estado poco católico: es decir, haciendo eses, con un vaso en la mano y gruñendo, graznando o berreando a muchos decibelios de profundidad. Suponiendo que habrán llegado a sus casas ya completamente desfondados porque –esta es buena- en esta ciudad, un domingo de fiesta, no hay una línea de autobús que comience a dar servicio antes de las ocho de la mañana. Que tenemos que dormir y descansar y que curre el maestro armero, digo yo que habrán pensado los que piensan estas cosas.
En cuanto he llegado a la barandilla de la playa me he dado cuenta de la jugada, que no es otra que ¿para qué te vas a ir a casa si puedes “dormirla” en la rica –y fresca- arena? Por supuesto, dejando por el camino el rastro del hermano malote de Pulgarcito a base de botellas –las de plástico apachurradas, las de cristal en muchos trozos-, bolsas de porquería comestible, cartones de basura comestible, y vasos, muchos vasos por el suelo. Las cajetillas de tabaco, las colillas, los salvaslips, los klinex y las vomitonas también a destajo y por doquier.
Las brigadas de limpieza hacen un ruido infernal con esos tubos que tiran aire como si fueran turbinas de avión y que hacen volar la porquería de un lado a otro para que el que viene montado en la máquina que lleva esa especie de mopas giratorias que echan agua y lo esparcen todo a las esquinas adonde llega después la “infantería” de la limpieza con sus escobas y recogedores y carritos de tracción manual. Toda una labor de ingeniería para limpiar la ciudad.
En el mirador del Náutico estaba un coche de municipales echando un ojo a varias cuadrillas con aspecto de querer liarla y, en cuanto se han dado media vuelta, han empezado a darse de hostias alegremente entre ellos, y no daban una en su sitio de lo intoxicados que debían estar todos. Los paseantes mirábamos, algunos apuntaban con el móvil; yo he marcado el 092 por si tenían armas blancas y tal –he visto muchas series últimamente- y teníamos una desgracia antes de desayunar, pero no me han cogido y he seguido paseando con los restos de mi conciencia ciudadana dando tumbos.
Como me estaba dando grima casi todo lo que veía me he acercado a la parada del bus para regresar a casa y reflexionar sobre todo esto: la vida o lo que sea esto. El bus se ha petado de gente medio sonámbula, pero que –dios les bendiga- ni han montado bronca ni han vomitado.
Turistas, ni uno he visto, qué alegría.
Felices los felices.
LaAlquimista
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