Suele ser típico de estas fechas que donostiarras con unas cuantas décadas de vida a cuestas nos relaten sus recuerdos de las fiestas de otros tiempos donde todo era, si no mejor, sí bien diferente. Tiempos en los que la Semana Grande se limitaba al divertimento –previo pago o invitación – de unos pocos; el resto, simplemente, se conformaban con mirar. La Semana Grande era para los que “tenían posibles” y punto. Ni popular, ni democrática, pero sí algo bullanguera. Como toda “fiesta” que se precie, tenía un precio y este se pagaba con dinero contante y sonante. A ver si no.
Si no me falla la memoria –que ya comienza a jugarme alguna trastada- giraba lo festivo en torno a la otra fiesta, la de los toros. En El Chofre se marcaba la pauta todas las tardes a eso de las cuatro y media, después de una buena comilona en la sociedad o en un restaurante de campanillas. Se iba a comer mucho más que a cenar porque la noche se interrumpía con el espectáculo de los fuegos artificiales y la asistencia a alguna fiesta de ringorrango en el Tenis o en el Náutico, en la Hípica o en el Kursaal primigenio; discotecas no había, pero sí mucho festejo para la “gente bien”
El pueblo, que de democracia no había oído ni hablar -excepto cuatro que habían leído a los clásicos griegos y que no estaban contaminados por la televisión-, se paseaba por la ciudad con su “ropa de domingo” haciendo bulto. Se salía a pasear…simplemente por pasear, para “ver el ambiente” y gastar lo justo en el helado de después. (Esto siempre me ha hecho mucha gracia, como el “cigarrillo de después”). Las familias normales y corrientes –es decir el 95% de la población- cenaban en casa prontito y luego todos iban en riadas incontenibles a ver los fuegos artificiales. A comentar la jugada y poco más. Entretenimiento barato o gratuito.
Los que disfrutaban de la Semana Grande de verdad eran quienes podían hacerlo “a lo grande”, casi todos gente de fuera que venían aquí para no pasar calor. Apostar en las carreras de caballos, pagar un buen tendido viendo los toros, comer en Nicolasa o en el Panier –el de Rentería, por supuesto, que Arzak no era nadie todavía- y asistir a alguna de las fiestas privadas en las villas que bordeaban la bahía o en los clubs selectos para sus selectos miembros.
Como espectáculo, estaba el Azor de nefasta memoria anclado en la bahía un par de días y bajo palio se paseaba el dictador por la calle Mayor para asistir a la solemne Salve de la víspera de la Virgen cantada por el Orfeón. La gente iba a ver a Franco como un espectáculo: unos para odiarlo por lo bajini y otros para contarlo en la sobremesa del domingo que, no nos engañemos, en Donostia al nefasto personaje se le bailaba el agua de lo lindo.
Y poco más. Alguna verbena suelta aquí y allá, la Banda Municipal dando la vara en el Kiosko del Boulevard y cuatro pasacalles con sus correspondientes charangas. El pueblo llano –el mismo de ahora- hacía lo que siempre ha hecho: dar vueltas y más vueltas mirando y cotilleando lo que veía alrededor y arrimándose a todo lo que tenía aspecto de ser “de gratis”.
La diferencia importantísima estriba en que en aquel entonces, los niños, chavales y jovenzuelos no salíamos a la calle por la noche solos y mucho menos se nos permitía la ingesta de alcohol. Ya sé que los tiempos cambian, pero también podrían cambiar a mejor, vamos digo yo. Porque ahora les ves, a criaturas de doce o trece años empapadas en alcohol por dentro y haciendo el imbécil por fuera, tiradas por el suelo como indigentes, regresando a sus casas mucho después de la hora del lechero y a las que la familia permite todo insensatamente y que, para colmo de males, duermen hasta la hora de comer como si la vida fuera algo que se sirve a “mesa y mantel”. ¡A ver si se va a traumatizar a la chavala o al chaval obligándole a volver a casa a la una de la mañana si a todos sus amigos les dejan hacer lo que les viene en gana!
Supongo que me gustaba la Semana Grande de los años setenta porque era un concepto; un concepto que significaba alegría, disfrute, dinero derrochado. (O quizás haya que decir “la alegría del disfrute del dinero derrochado). Ahora supongo que el concepto engloba otras cosas que no soy capaz de entender. Así que trazo una muga imaginaria en la Plaza del Centenario y de ahí para allá no paso hasta que acabe todo. Y ni siquiera veo los fuegos desde el balcón…
Pero bueno, felices los felices de igual manera.
LaAlquimista
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