Con el paso de los años me he vuelto muy sensible a ciertos estímulos dañinos y más vulnerable aún a esas invisibles, pero cotidianas, “energías negativas”. Como la “princesa del guisante”, detecto en el ambiente un “noséqué” que me produce inquietud. Es algo así como una reacción alérgica: inevitable, pero contundente.
Me ocurre tanto con personas allegadas como con seres desconocidos que se cruzan fortuitamente en mi camino. Puedo percibirlo en la cola del súper mientras alguien se impacienta y arroja miradas furibundas a la cajera que se equivoca o el cliente que deposita con demasiada lentitud sus productos en la cinta.
En los lugares cerrados y atestados de gente como bares, cafeterías, un cine o la sala de lectura de la biblioteca, mi instinto me indica al lado de quién no debo situarme por pre-sentir ese “je ne sais quoi” que da fe del estado interior de la persona. Es como un “chivato” invisible que no se sabe cómo funciona pero que no falla ni una.
Alguien con un sentido del humor tirando a cínico podría burlarse de mi preocupación y preguntarme si creo que tengo “poderes”; y yo le respondería que todos tenemos la capacidad de detectar la energía negativa que nos impele a rechazar la cercanía de quien la lleva consigo, (como si oliera mal) de la misma manera que nos sentimos atraídos sin explicación alguna por otras personas que “emanan algo especial” (como perfumados de rosas).
He tenido que tratar con algunas personas que, por sus particularísimas circunstancias, tienen el corazón lleno de amargura. Una pena rabiosa que no saben cómo gestionar y que siempre vuelcan en forma de furia, rabia, maltrato verbal o físico encima de quienes están –o tienen que estar- a su alrededor. Esas personas emiten una energía negativa que provoca malestar entre quienes están en su radio de acción.
Los ejemplos son de manual y de sobra conocidos y no hace falta tener un título enmarcado en la pared para percibirlos. Hablo de quien se altera cuando ve algo que no le agrada y expresa su disgusto de manera violenta, elevando la voz, profiriendo insultos y desautorizando a los demás. Son esas personas que están de mal humor la mayoría del tiempo, que tienen verbo fácil para criticar y palabrotas más fáciles todavía para el insulto. Carecen de empatía hacia el que sufre, se burlan de él y lo desprecian. Son los que mentan la madre a los políticos, (“que son todos unos ladrones”), los que llenan su boca (y su espíritu) con basura dialéctica contra lo que ellos consideran injusticias sociales (“vienen de fuera a quitarnos lo nuestro”). Son los que hablan sin respeto del diferente, los que no se hartan ni se aburren de repetir el discurso de “nosotros somos los buenos, los otros son los malos”.
Ante esa gente que exuda energía negativa por todos los poros de su piel -además de lanzarla como dardos con la mirada-, me quedo exhausta en su presencia, me paralizo, no sé qué decir y tan sólo tengo ganas de salir corriendo. Doy media vuelta. Apenas me despido. Me miran mal. (Defensa propia)
Felices los felices.
LaAlquimista
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