Me he despertado con la sensación de haber descansado. Miro el reloj y han sido ocho horas seguidas, sin “ayuda” de ningún tipo más allá de haberme acostado ayer en paz conmigo misma y con el mundo. Una mañana de finales de agosto a dieciocho grados necesita ser disfrutada sin perder un momento. Pongo a hervir el agua para el té mientras me visto con algo cómodo para caminar. Le pego dos tragos a la infusión caliente y miro la app del tiempo; tengo dos horas por delante para sacarle chispas al día.
Son dos kilómetros hasta la orilla del mar. Mucho para quien no pueda caminar rápido o poquísimo para quien tenga que coger el coche para respirar aire marítimo. Voy buscando el solecito a la ida sabiendo que perseguiré la sombra a la vuelta. Los comercios se desperezan, los bares huelen al café madrugador y a la tortilla de patatas de media mañana, los turistas –cada vez menos- se preparan para la invasión cotidiana…Los que van al gimnasio a primera hora nunca se van a tropezar conmigo…
Qué gusto poder darse el gusto de desayunar algo rico fuera de casa, a la fresca de una mañana de agosto que parece sacada del álbum de los deseos de todo veraneante feliz.
Me toca acercarme al mercado donde todavía venden productos de las huertas cercanas, elijo el pescado traído de la lonja esta misma mañana, le doy “una vuelta” a la ciudad, como quien vigila que lo suyo esté bien, y regreso caminando a casa. Un poco cansada, la verdad. Al llegar a casa –no son ni las diez de la mañana-, el cuerpo me susurra un pecadillo, me incita a aprovechar la cama que se ha quedado abierta, invitadora, y me estiro con el ventanal abierto respirando la brisilla que viene del monte cercano. Y me duermo una hora más, gustosa y placentera por salirse del guion.
Vuelvo a despertar con la sensación de haber descansado. Miro el reloj y son las once de la mañana. La temperatura ha subido ya hasta los 22º y parece que hoy va a hacer calor “de verdad”.
Me ducho con agua templada y miro por la ventana: el bar de abajo ya ha sacado las mesas. Me pido la más lejana, desierta la plaza de barrio, sorda a coches y petardeos que se insinúan a lo lejos. Un cortadito me abre las ganas de leer un rato, pero me distraigo. De repente, soy consciente de que los juegos infantiles del centro de la plaza están desiertos, de que no hay trajinar de gente, tan sólo el camarero displicente que va dejando servilleteros y ceniceros en las mesas… Y siento algo parecido a una pequeña epifanía de andar por casa, comprendo sin pensarlo que estos instantes son perfectos. Lo más parecido a eso que todos buscamos y tan pocas veces se consigue.
LaAlquimista
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