A pesar de que en mi Donostia querida hay tres playas a disposición de los amantes del sol y del mar –aunque el primero no siempre esté- hace casi veinte años que no piso ni La Concha, ni Ondarreta, ni la Zurri. Y mira que me gusta el agua fresca y pasear por la orilla, aunque lo de tomar el sol lo tengo terminantemente prohibido (por mí misma) después del melanoma que se me coló en la piel de la cara y de la pierna como consecuencia directa de las barbaridades que hice tomando el sol con la ansiedad estúpida de querer lucir bronceada durante lustros.
Pero también hay un motivo para huir de las “playas de ciudad”, que no es otro que el maldito “postureo” de pasear por la orilla en bikini o traje de baño e ir saludando a diestro y siniestro a cuanta persona conocida –que no son pocas- con la que te cruzas en ese paseíllo por el escaparate marítimo.
La gente le mira las carnes al que viene de frente –con más o menos disimulo- y mete tripa si ve que se acerca algún conocido. Me parecía horrible cruzarme con mi jefe o mi vecina o el dueño del bar de abajo estando medio desnuda, porque además las de mi generación fuimos las primeras que hicimos “top less” sin ruborizarnos en absoluto. Así, como suena, aunque tuviéramos que soportar comentarios denigratorios por parte de quienes tenían la mente más cerrada que el puño de un tacaño.
Sin embargo, en esta maravilla de lugar –donde nadie me conoce y la probabilidad de encontrarme con alguien de mi barrio es del 0,01%- puedo permitirme el lujo de pasear por la orilla con larga camisola que proteja mi piel, pamela o similar de aire británico, y después del baño rápido y corto, puedo sentarme en una silla y cubrirme con la toalla, el pareo, la visera, las gafas y no me pongo guantes porque me dan calor, sin llamar la atención de nadie. O si me miran, me da exactamente igual. Pero sé que si hiciera eso mismo en Donostia me sacarían fotos tildándome de extravagante.
Cuanto mayor me hago menos me gusta que me miren o llamar la atención, vano deseo en el que caí durante muchos años pasados para apuntalar la autoestima esa que las mujeres hemos tenido tambaleándose por culpa nuestra y por culpa ajena, todo a la vez.
Algo bueno tenía que tener la edad –cuando es provecta- que se te caen los prejuicios y la tontería igual que la piel de los brazos. Pues eso, que me voy a la playa.
Felices los felices.
LaAlquimista
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