Empecé a manejar algo de dinero cuando me puse a trabajar en los veranos estudiantiles; era poco lo ganado pero me hacía sentir bien y sobre todo me proporcionaba el placer de poder permitirme alguna pequeña escapada, unos libros, una minifalda extra. También salía de fiesta, me tomaba un par de copas y pegando brincos ya pasaba feliz la noche del sábado que era la única que me dejaban salir.
Pero lo que no se nos ocurría a los jóvenes de entonces era gastarnos el dinero en comida. Se salía de casa con la tripa caliente después de cenar y a comerse la noche. Y si nos pillaba la hora de la cena en la calle, lo arreglabas con un bocata de calamares o de tortilla. (No sé cómo sobrevivimos sin saber lo que era un “burguer”.)
Con la veintena cumplida y las primeras parejas serias empezamos a reunirnos en los primeros pisos hijos de las primeras hipotecas y a organizar cenas de amigos; cada uno traía lo que podía y nos daban las uvas entre jamón, chorizo, queso y vino y si alguien hacía una tortilla de patatas le poníamos en un altar. Salir a un restaurante no tenía sentido, porque el “sentido” era reunirnos y charlar, cantar, discutir, fumar, beber y que nadie nos pusiera hora fija para abandonar un local. Fueron buenos tiempos.
Pero nos hicimos mayores y ya con un sueldo más o menos fijo y todo eso se impuso la moda de ir a los restaurantes aunque no hubiera nada que celebrar. Era señal de “que se podía” y como nadie quería ser menos que el vecino, pues “podíamos” todos. De entonces ahora, en un brinco rapidito, ya sólo se estila el “quedamos para comer” o “hacemos una cena”; quedes con quien quedes casi siempre es alrededor de una mesa y la comida no es más que el aliño de la conversación.
Las relaciones sociales se llevan a cabo de preferencia con nocturnidad, premeditación (si no reservas, no cenas) y un montón de alevosía hacia el estómago… y hacia el bolsillo. Y yo les digo a mis amigas y amigos: ¿Es que no podemos quedar para dar un paseo por nuestra hermosa ciudad y, si acaso, tomar un ligero refrigerio si el cuerpo y el espíritu lo demandan? ¿Hay que salir a comer o a cenar dos o tres veces por semana para mantener a los amigos al día de nuestras cosas?
Mientras tanto y en matemática proporción, cuanto más salimos –lo que nos encanta- más engordamos –lo que odiamos- y los días libres en la agenda hay que pagar la penitencia de muchas sesiones de ejercicio o de acelgas y pechuga de pollo a la plancha.
Y al final del año, para destrozarnos a todos llega el mes de Diciembre y la ingesta obligatoria y desaforada de comida. Me dan arcadas de sólo pensarlo. Ya están algunas mujeres revirándose la cabeza pensando en “qué poner en Nochebuena” y llenando congeladores como si se acercara el apocalipsis.
Se me hacen las neuronas gelatina ante la visión de esas mesas innecesariamente rebosantes, derramando de manera obscena platos de jamón ibérico, salmón noruego, patés bearneses, marisco gallego, sopas de la abuela, fritos de la tía abuela, pescados de anzuelo, carnes de label, compotas de invierno, turrones de colores, vinos de buena crianza, cavas catalanes y champagnes franceses. Eso sin contar con los nostálgicos que ponen huevos duros rellenos de bonito aplastado con mahonesa o espárragos con aceitunas rellenas de anchoa y de postre melocotón en almíbar con nata de espray por encima.
Lo dicho. Revienta tú, reventad vosotros. A mí ya no me pilla ese toro. Y los que digan que tengo más razón que un santo pero sigan cometiendo –año tras año, qué contradicción- el mismo error, pues allá ellos y su bolsillo y su colesterol y, sobre todo, su conciencia…que esa es otra.
Felices los felices.
LaAlquimista
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