Siempre he pensado que los extremos no son buenos y que no me gustan nada de nada. Entre la rigidez extrema de la mente cuadriculada -o la agenda abarrotada- y andar viviendo a salto de mata como liebre por sembrado de zanahorias hay un término medio, siempre hay un lugar tranquilo desde el que se pueden gestionar las relaciones, las situaciones de la vida, esas cosas que nos gusta hacer e incluso las que no nos gustan. Hay quien tiene en la puerta del frigo una lista de lo que va a comer cada día de la semana y otros hay que llegan a casa y se tienen que apañar con lo que pillan porque no se quieren romper la cabeza.
Y saco este tema ya que tengo un amigo de cuando éramos estudiantes, que vive a una hora y pico de Donostia y gusta de visitar esta ciudad con bastante frecuencia. Cuando viene, me llama y a veces podemos quedar. Y ahí está el quid de la cuestión: que me llama desde el bus cuando ya está casi llegando. –“Oye, que voy a darme una vuelta por tu pueblo, ¿tienes tiempo para vernos y tomar algo juntos?”
Por ese sistema llevamos mucho tiempo sin “tropezarnos” porque la casualidad a veces se convierte en causalidad y ahí habría que reflexionar cinco minutos. Empero, él parece no darle importancia y yo pienso otras cosas diferentes. Pienso en la intención, en el interés, en la ilusión e incluso en el sentido común, que ya nos tiene avisados de que nuestros hitos vitales llegan sin anunciarse. Cuantas veces he intentado llegar a un acuerdo para propiciar el encuentro –es decir: quedar “antes” y formalizar una cita-, me he topado con el muro de su “flexibilidad inflexible”.
Que bastante atado está en su vida cotidiana con las obligaciones familiares, que cuando tiene un día libre no le queda más salida que hacer el “aquí te pillo, aquí te mato”, que improvisa sobre la marcha y así se siente feliz. Pues será. Ya digo que llevamos sin coincidir casi dos años por “mi culpa”, que él hace risas de que o estoy en la otra punta del mundo o tengo un ataque de lumbalgo o resulta que he quedado para comer con otro candidato a ser “el hombre de mi vida”.
En fin. ¡Qué le vamos a hacer!
Felices los felices.
LaAlquimista
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