El pasado lunes, 28 de Abril, fue un día aciago para todo aquel que se encontraba dentro de la geografía de la Península Ibérica, aunque el grado de vulnerabilidad varió muchísimo según dónde se ubicara cada uno, según dónde el azar, la rutina o la voluntad vino a situarle.
Desgracias, hubo pocas, pero las hubo; el resto fue el trajín de no poder salir o no poder entrar, de tener que caminar o de no poder hacerlo, de comer malamente, pero de poder comer a fin de cuentas.
Menos mal que no es invierno, menos mal que no nevaba ni llovía ni había vientos huracanados. Menos mal… ¡tantas cosas!
Reflexión –del día después-.
El miedo, el pánico y su prima hermana la histeria nos han estado mirando mientras hacíamos cosas poco habituales llevados por la corriente del susto y la novedad inesperada.
En mi barrio donostiarra, las terrazas estuvieron llenas de gente hasta que se acabaron los pintxos, la cerveza fría y el dinero en el bolsillo para pagar –esta vez- en efectivo y no con el móvil o la tarjeta.
El apagón “nos” duró menos de dos horas y no cundió el pánico en general, pero sí que hubo gente que “en particular” no supo controlar ni emociones ni impulsos, ni estarse quieta en su casa, ni esperar con paciencia y serenidad a que volviese el suministro eléctrico.
Me pilló el “evento” en la camilla del masaje mensual que intenta quitarme las contracturas de mi provecto cuerpo. La masajista siguió tranquilamente –entraba luz natural- y al terminar, ya se empezaba a formar el corrillo a la puerta del negocio.
Contacté con Valencia donde vive mi hija y al comprobar que aquello iba en serio, me fui a casa, tipi tapa, con calma y sin llamar a nadie más enfrentándome a mi personal “ocho mil” para subir diecisiete pisos respirando con disciplina y –casi perdido el resuello-, al llegar, me tumbé en el sofá para descansar y esperar a que se restableciera el suministro eléctrico mientras me preparaba una ensalada con todo lo que pude pillar.
No llamé a nadie, ni nadie me llamó. Mi vulnerabilidad fue total y absoluta en medio de una soledad existencial. Como durante la PANDEMIA.
Pasé la tarde leyendo una biografía de Caspar David Friedrich y, en cuanto volvió la conexión a Internet, le dije a Alexa que me enviara lo antes posible un “camping gas” de los de toda la vida y una linterna con cargador para teléfono móvil. Las latas de sardinas y de bonito en aceite de oliva las compré al día siguiente. Papel higiénico no necesito acaparar, ni nada en especial, como no sea paciencia y ponerme una sillita al sol como decía el gran Octavio Paz.
Felices los felices y que se alejen de mí los conspiranoicos-apocalípticos-iluminados y listillos en general.
LaAlquimista
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