A falta de pan, buenas son tortas, dicen, así que desde hace muchos lustros me he inventado un lugar al que volver para dar salida a una nostalgia que si bien no son recuerdos de la infancia, sí son la foto fija de una época –estival siempre- en la que fui muy feliz con mis hijas.
“Mi otro mar”, le llamo siempre al Mediterráneo, ese que tiene himno propio, aunque nací en el Cantábrico y soy de luces grises, atardeceres espectaculares y vientos que alborotan el sentido.
Regreso ahora cada año fuera del verano de calendario y muchedumbre, aguas turbias y calientes; vuelvo a crear recuerdos para cuando sea demasiado mayor para viajar hasta allí manejando el timón y eligiendo disfrutar de varias semanas de playas casi solitarias en las primeras horas de luz, de paseos entre los pinos al atardecer y muchas, muchísimas horas de lectura amable en la terraza silenciosa o el jardín.
Vuelvo al mismo pueblo –porque pueblo es- desde hace treinta y cinco años y cada vez encuentro un aire diferente, alguna pequeña sorpresa que me asalta los recuerdos que creía fijados en la memoria. Comprendo que soy yo la que está cambiando, la que entorna los ojos para contemplar lo que antes miraba con avidez. Ahora disfruto más de un tiempo que fue compartido y ahora es solitario pero, curiosamente, más libre y beneficioso. A pesar de la soledad…o quizás precisamente a causa de ella. No estoy demasiado segura…
Cada año llevo menos ropa y más libros y lienzos. Cada vez lleno menos el frigorífico y me sacio con otro tipo de “alimento”. Vuelvo el último mes de la primavera al pueblo que nunca fue mío y que pertenecerá durante el verano a miles de turistas. Pero hasta que llegue ese momento, hasta que suene el pistoletazo de salida del solsticio, lo viviré como si estuviera ahí tan solo para mí y para acoger los sueños que llevo para soñar.
LaAlquimista
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