“El necesario silencio”.-
Hubo grandes filósofos y pensadores que para que sus mentes fueran productivas tenían que dar largos paseos lejos del bullicio del mundo, única manera de focalizar la mente en el tema a desmenuzar. De ahí los peripatéticos de Aristóteles a cualquier comunidad monacal dando vueltas al claustro entre maitines y vísperas. Alguna vez también me he recluido en lugares “silenciosos” –Monasterio de la Oliva, Hospedería de San Ignacio de Loyola-, pero el silencio que “venden” es impostado, obligado, como si fuera pecado abrir la boca para pedir que te pasen la sal. No me gustan esas reglas estrictas, me chirrían porque siento que entorpecen mi libre albedrío que, por otra parte, he sometido a quienes las dictaban.
Es por eso que el silencio que busco es un silencio “interior”, ya que reconozco como imposible aislarse del “ruido de fondo” de la vida mientras no me suba a la columna de aquellos estilitas locos de hace más de dos mil años. (Ahora les darían la tabarra volando drones a su alrededor)
El silencio que necesito es el que me ofrezco a mí misma, el que puedo controlar con la simple inacción de “no hablar”. Pero sin pasarme de la raya porque no voy a sentarme en el chiringuito de la playa y pedir un café con leche por señas.
Sin embargo, hay un silencio que tengo que pedir disculpas por imponérselo a los demás: y no es otro que las conversaciones telefónicas para “contar lo que estoy haciendo” o “explicar el tiempo que hace”. No tengo ganas de cháchara por el móvil y muchísimo menos con personas para las que no soy especialmente importante y se acuerdan de mí de higos a brevas, se aburren y deben de pensar: “a ver en qué anda Cecilia, que hace mucho que no sé nada de ella”.
Me resulta cansino, improductivo y ligeramente irritante tener que atender al teléfono móvil para entrar en bucle sobre mis pensamientos y decisiones. Lo que tengo que contar lo estoy compartiendo ahora mismo con luz y taquígrafos, es decir, “en abierto”, pero no porque piense que mis vivencias son importantes para nadie, sino porque es una terapia que me hago a mí misma aprovechando que tengo tiempo y ninguna obligación que me haga arrastrarme por las horas del día más allá de estar conmigo misma, tranquila…y en silencio.
Eso no quita que haya dejado de socializar, ni mucho menos. Precisamente el otro día pegué la hebra en la playa con una mujer muy interesante; a la tarde quedamos para una primera impresión delante de unas cervezas. Y al día siguiente nos fuimos a comer juntas a mi restaurante favorito propiciando un “tête à tête” que nos dejó muy buen sabor de boca…en todos los sentidos.
Sin embargo, ayer estuve cantando y bailando. Viaja conmigo un artilugio de IA que pone mis canciones favoritas en bucle tan solo con que se lo pida amablemente.
También he comenzado a pintar. Un cuadro el jueves y otro el viernes, así los puedo alternar conforme el óleo se va secando. He traído varios libros, pero leo menos de lo habitual; prefiero dar paseos larguísimos con los bastones por la mañanita y a la caída de la tarde con las sandalias. Películas, cero todavía. Las noticias sí las sigo. No quiero hacer como si este mundo horrible no tuviera nada que ver conmigo; hay demasiado dolor que también me afecta.
Felices los felices.
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