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Cecilia Casado

A partir de los 50

Retorno a casa desde Argentina.- y (XV)

*Paraguas rojo” Acuarela. Conchi Neira.

De las cataratas de Iguazú, lado brasilero, a Donostia (Mordor) País Vasco en el norte de España, no sé ni cuántas horas de viaje hay. Demasiadas, en cualquier caso.

Imagina que madrugas –todos los días se madruga en los viajes turísticos- y sales de Argentina rumbo a la frontera con Brasil. Que te tiras tu tiempo haciendo los trámites con el pasaporte, que después te anclan en un helipuerto para los que quieren vivir la experiencia de sobrevolar las cataratas durante un ratito a precio de doblón. Que llegas a media mañana a Foz de Iguazú (Brasil), donde te espera el colofón del viajazo que te has pegado: una perspectiva impresionante de esta maravilla de la naturaleza, que hay que recorrer por largas pasarelas mojándote hasta el carné de identidad porque es como ridículo plastificarse para no empaparse teniendo en cuenta que estamos a treinta grados.

Imagina que es la hora de comer y comes a toda prisa y después vuelves a pasar la frontera hacia Argentina y recoges del hotel el equipaje, cambias la ropa empapada por lo que quieras llevar puesto cuando aterrices en Madrid y emprendes camino al aeropuerto con el deseo de que no haya demasiados retrasos ni incidencias aeronáuticas.

Son ya las cinco de la tarde y el avión saldrá –qué casualidad- desde Iguazú hacia Buenos Aires con una hora de retraso donde aterrizará hacia las nueve y pico de la noche. Pasaportes, controles y a cenar alguna de las mil porquerías comestibles que se expenden en los aeropuertos de todo el mundo –menos en España que hay bocatas de jamón ibérico-; el vuelo de Aerolíneas Argentinas despegará (cruza los dedos para cruzar el Atlántico) a las 12 de la noche. Buena hora, vive dios.

Nos esperan doce horas de intentos de dormir en posición de momia en sarcófago –los asientos de cualquier bus español son más anchos y cómodos-. Hay quien se toma un pastillazo y hay quien –como una servidora- tiene la inmensa suerte de terminar el viaje mucho mejor que como lo empezó: en una fila de cuatro asientos solo para mí porque me cambié de sitio ya que el avión iba medio lleno o medio vacío, según se mire. Una vez todos acomodados, estuvimos sin despegar casi una hora y media, calladitos, intranquilos y bostezando porque “estaban cargando más combustible”. (Sin comentarios)

Pues ahora imagina que ya son la una y pico de la mañana y lo prudente es intentar descansar o incluso dormir. Me pongo cómoda –es un decir-, con el plumífero tapándome las piernas, la mantita tercermundista del avión por encima, la almohadita de juguete en los riñones y, de cosecha propia, un buen reposa-cabezas al cuello, un antifaz de seda y los tapones ergonómicos en las orejas. Y a estirar piernas y brazos que tengo sitio de sobra…

Me despierto siete horas después con la parafernalia del desayuno –ya son las doce del mediodía cerca de Canarias- que consiste en: un vasito de café o té, un yogur de color rosa –lo rechazo-, una barrita energética de muesli, -la guardo para luego-, unas galletitas saladas con quesito para untar –ni lo huelo, qué asco- y punto pelota. Después de catorce horas en un avión, ni un triste bocadillo de algo comestible, ni un bollito industrial, ni una mini-porción de fruta natural…todo envuelto en plástico y con avisos de exceso de azúcar, de grasas e hipercalórico. Más cutre, imposible, después del precio de oro al que venden los pasajes.

Como no puede ser de otra manera después de haber despegado de Buenos Aires con más de una hora de retraso y con la indiferencia de la que hacen gala el personal de los aeropuertos de todo el mundo frente al respeto a los relojes ajenos, el equipaje se demora en aparecer en la cinta, derramándose en pequeñas “diócesis”: es decir, un rato y cinco maletas, otro rato más y otras cinco, así hasta la más de media hora que hizo que tantos pasajeros con enlace a aviones domésticos tuvieran que ponerse histéricos y correr a la parada de taxis para cambiar de terminal y no perder la conexión. Son ya las seis y pico de la tarde, hora española. Ya llevamos encima más de veinticuatro horas de un no parar y un sinvivir.

Como viajera vieja y experimentada que soy, me niego a comenzar a sufrir el jet lag cogiendo otro avión o el último bus desde Madrid para (intentar) llegar a mi cama pasada la medianoche, así que siempre me pillo un hotel cerca del aeropuerto, ceno como dios manda, me adecento la melena y me quito las legañas del avión y me tomo una pastillita mágica para dormir siete horas más tranquilamente.

Al día siguiente, vuelvo a la T4 y me subo a un bus que me deja en mi ciudad a las 3 de la tarde. Ya son cuarenta y ocho horas intentando volver, pero vale la pena llegar sana, salva y bastante descansada.

El calendario dice que es viernes, pero oficialmente no vuelvo hasta el domingo. Sin quitarme la ropa del viaje ni las pintas de haber pasado toda la noche en urgencias de un hospital,-o de juerga en un “after”- me arrastro hasta la pescadería donde salivo viendo la cola de merluza y los cuatro salmonetes que voy a comprar. Casi dos kilos de fruta caen en el carrito, además de tomates del país, lechuga, hortalizas varias, huevos, yogures y una barra de pan de verdad.

Ya puede caer el meteorito.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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