-“¿Pero no haces ninguna excursión, no visitas otros lugares, no te mueves del campamento base? ¿Y no te aburres…?”
Despertar cuando el cuerpo sabe que ya ha dormido suficiente, desperezarme en la terraza mirando hacia arriba, tomar ese té matutino que tan rico me sabe y todo me lo reconforta.
Abrir la ventana al mundo lejano de ruido y violencia –porque vivo en ese mundo-, mientras se tuesta ese pan que huele a gloria bendita, untarlo con tomate y aceite y dar las gracias por que no me duele nada y puedo respirar aire limpio.
Cuando la temperatura sube media docena de grados, agarro mis avíos playeros y voy a ver el mar. Con más o menos garbo doy un gran paseo con los pies en el agua, dos kilómetros hacia la izquierda y otros dos hacia la derecha. Y el cortado en el chiringuito. Luego viene el baño en el mar como un lujo total y absoluto –me imagino que va incluido en el precio del café, que nada es gratis en esta vida-. Una horita escasa de meditación mirando al mar, con la música “zen” de las olas besando la orilla y mis oídos.
Vuelvo a casa a la hora de las lentejas y con ganas de piscina helada-ducha caliente, que es como bañarme en un fiordo y luego ir a la sauna. Como colofón, la comida sabrosa y la siesta reconfortante.
Qué bueno es no hacer nada y luego descansar…
Las tardes son felices también llenas de lectura, pintura, escritura. Y el largo paseo a la hora del ocaso.
Al final del día acabo cansadísima y felicísima y ceno algo sencillo en el bar de enfrente para rematar la faena, si tengo ganas de palique y juntarme con “humanos” un ratito o me derrumbo en el sofá con una película y dos tonterías para consolar el estómago.
Y así (casi) todos los días… así somos yo y mis vacaciones ¿Quién dijo aburrimiento?
Pues eso, que felices los felices.
LaAlquimista
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