Desde que nacemos formamos parte de una comunidad, de una tribu más o menos pestilente o privilegiada, pero solos, lo que se dice solos, únicamente llegamos a estarlo por culpa de circunstancias que no hemos elegido: enfermedad, muerte, pobreza, desamparo, traición.
Precisamente, porque tememos transitar ese páramo afectivo de la soledad, “nos agarramos en un incendio a un calvo ardiendo” –como dice un filósofo humorista llamado Ferrán Fernández-, el ser humano sigue viviendo en estrecha comunidad con otros seres humanos; para tener a alguien que llame al 112 si nos da un jamacuco en el sofá, para que el silencio no despierte nuestra reclamación interior, para apaciguar el frío del invierno de la vida.
Para reproducirnos y que la rueda de la eistencia siga dando vueltas hasta que nos arrolle inmisericordemente el día menos pensado y entonces, sí, tan solo entonces, intentar no morir solos.
Por eso quiero romper una lanza –o unos viejos platos de duralex- a favor de quienes creemos firmemente que la soledad es algo tan poco amable como una diarrea en un aeropuerto o levantarte en mitad de la noche y pisar cucarachas.
Lo que ocurre es que esa “soledad elegida” ha sido la única salida de emergencia por la que hemos podido escapar de convivencias pestilentes, parejas elegidas en una noche de locura transitoria o pura supervivencia para no morir antes de tiempo. Elegimos la soledad como mal menor, no como epítome de la felicidad. “Elegimos” la soledad cuando la compañía nos ha resultado decepcionante, si hemos sido abandonados, al comprobar que “los otros” nos hacían daño y se impone el cerebro reptiliano para sobrevivir. Lo que ocurre es que no sabemos ser humildes y reconocer los errores cometidos y entonces nos recubrimos con una pátina dorada para enseñarle al mundo que somos un poco mejores, un poco más valientes, un poquito menos conformistas. La soledad siempre viene después de haber compartido y te elige ella a ti irremediablemente.
Lo dicho: la soledad elegida es un cuento chino. O de donde vengan ahora los cuentos que nos van a obligar a creer.
En fin. Felices los felices.
LaAlquimista
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