1.- REFLEXIONES A LA ORILLA DEL MAR.-
Lo primero de todo: hay que llegar. Y como no es asunto baladí conducir en solitario durante 500 kilómetros lidiando con la propia pericia al volante y las habilidades ajenas, es por eso que he abandonado definitivamente las carreteras nacionales, los atajos que nunca lo son sin trabajo y me he pasado a la autopista de peaje, ese vial aburrido y bastante seguro por donde circulan quienes pagan para olvidarse del paisaje y mirar únicamente por su seguridad. Pero no es tan fácil… ni soltando los euros de rigor, ya que los “monstruos” de la carretera –léase camiones de tres y cuatro ejes- también tienen derecho a la vida y a circular llevando los tomates y las sandías de un sitio a otro. Cuando veo una caravana de camiones por la autopista se me pone la adrenalina a la altura del volante porque adelantarlos es un deporte de riesgo en el que puedes calcular tus posibilidades pero no calibrar las intenciones de los demás.
A la altura de Fraga, casi me tira un camión contra la mediana mientras lo estaba adelantando. No me vio –creo que es obvio- e hizo amago de cambiar de carril para adelantar a otro colega que tenía delante, sin percatarse de que yo y le estaba adelantando a él por ese maldito “ángulo ciego” que todo conductor sabe que existe.
Vi cómo se me echaba encima, cómo una mole a ciento veinte por hora se me cruzaba por delante a punto de golpear mi coche y sacarlo del carril izquierdo y lanzarlo contra la mediana.
Hice lo único que se puede hacer en esos casos: tascar el freno y aporrear la bocina y aguantar el subidón de adrenalina que me provocó la situación.
Afortunadamente, gracias a todos los dioses antiguos y modernos, gracias a los reflejos del camionero despistado y al buen estado de sus oídos, abortó la maniobra volviendo a su carril y dejándome vía libre para seguir con mi vida sin acabarla entre amasijos de hierros u hospitales –en el mejor de los casos-.
No se me ocurrió jurar en arameo, ni gritarle o maldecirle. Lo único que me vino a la mente fue la palabra: GRACIAS.
Gracias por la librada, obviamente. No sé si mi talismán tuvo algo que ver, pero quiero pensar que sí.
Luego paré en la siguiente área de servicio para intentar que dejaran de temblarme las piernas, los brazos y que se me sosegaran los latidos del corazón.
En ese momento –ya es casualidad-, me llamó mi hija pequeña para darme una buena noticia y yo… entonces me puse a llorar.
Hay que llegar, Dios, primero hay que llegar para poder contar las cosas.
Felices los felices.
LaAlquimista
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