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Cecilia Casado

A partir de los 50

Bienvenido el otoño (XI) “No saber ni la hora”

Por fin comprendo que funciono mucho mejor en mi otro mar” cuando no estoy pendiente del reloj. Es decir, que no me agobio si son las ocho de la mañana y estoy en la cama o si las nueve y todavía no he desayunado, cosa que me resulta muy difícil en mi casa de Donostia porque los ruidos exteriores constantes me van avisando puntualmente del paso del tiempo; el retumbar del tren/topo cada quince minutos –desde las cinco y pico de la mañana-, los coches y motos con el tubo de escape despendolado, el ascensor que no para nunca, los portazos de algunos vecinos…

Aquí, en este lugar que he  elegido para vivir parte de mi tiempo, al final de la primavera y al principio del otoño, se dulcifica la realidad porque es un pequeño oasis donde tan sólo escucho al gallo del vecino –y no todos los días- y algún avión despistado que usa el pequeño aeródromo cercano. Y al jardinero con su corta-céspedes, claro está. Los vecinos, no saben no contestan. Pero eso no me impide llevar a cabo mi rutina sin saber en qué hora vivo, excepto por el sol, que nunca falla en su puntual labor informativa.

Cuesta acostumbrarse, doy fe, porque funcionamos con un minutero insertado en la cabeza como un chip que en todo momento y lugar calcula vertiginosamente la hora que es sin necesidad de mirar al móvil o al reloj ese que está todo el rato pitando en la muñeca.

Me propongo –por diversión- sumergirme en el experimento de “no mirar la hora en todo el día” ya que no tengo que ir a ninguna parte donde me esperen para nada en absoluto ni coger un tren que vaya a partir sin mí si no soy puntual.

Es una sensación extraña al principio, como si fuera un paso de baile desacompasado en mitad de la pistao, pero la verdad es que nadie se fija en mí, tan solo me ven en los pasos de cebra,  nadie me mira con cara de admonición por llegar “pronto” o “tarde” a la playa o por comer a la hora del ángelus o a la de la merienda, ni mucho menos por meterme a la cama al rato de anochecer si tengo el cuerpo cansado; me siento  como un viejo pájaro libre que guarda su nido escondido y al que regresa cuando se cansa de volar.

Según escribo veo abajo a la derecha unos números que me avisan de la hora que es, el día en el que vivo, la temperatura exterior y la batería que le queda a este trasto; a ver si consigo sacar todo eso de la pantalla porque ahora mismo lo que menos necesito es controlarme en nada. Me dejo fluir, me dejo estar y sentir y todas esas cosas que se añoran o desean  cuando se vive la vida en una vorágine continua que hace que todos los días sean iguales a sí mismos, y que el tiempo –la existencia- pase a toda máquina, como esos trenes de alta velocidad que no paran en las estaciones pequeñas y tienen prisa por llegar al destino final.

Despacio se vive mejor. Sin ir contando las horas, también. No sé qué hora es, tanto da; tan solo necesitaré conocer una hora en toda mi vida: la final.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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