Cuando mi madre cumplió los ochenta, hallándose bien de salud física -con sus cosas, pero sin ninguna patología de gravedad-, con un currículum activo de actividades intelectuales y religiosas, viuda desde los sesenta y cinco y libre como un pájaro sin ejercer de abuela por voluntad propia y viviendo en compañía de una trabajadora que se ocupaba de todo lo necesario para el mantenimiento de su persona y de su casa, decidió, ella sola, sin consultar con nadie, no volver a salir a la calle.
Se encerró en su piso –soleado y excesivamente grande para dos personas- a mirar crecer los geranios del balcón y el baile de las nubes. Leía sus libros favoritos una y otra vez, escribía sus pensamientos, miraba algo la televisión, comía y, sobre todo, dormía tantas horas como un bebé de pocos meses, inducida por la adicción al Lorazepan que le recetaba amablemente su médico de cabecera.
Sus cuatro hijas, espantadas por tal decisión, quisimos entenderla, pero sus explicaciones nunca nos convencieron más allá del paranoico miedo a la vida que le había entrado de repente. Exponía mi madre sus teorías sobre los peligros que le acechaban en el exterior: que le empujara alguien y al caer se le rompiera la cadera –como le pasó a su propia madre a la misma edad-; que le afectase el polen de la primavera, los calores del verano, la humedad del otoño y las corrientes de aire del invierno.
Además de los virus que poblaban el aire, la gripe de todos los años, el ruido, las molestias de la gente por la calle, los apretujones en el autobús –aunque iba a casi todas partes en taxi-, eso sin contar el riesgo a ser agredida por un delincuente como mujer anciana que era.
Lo único que lamentaba sinceramente fue no poder ir a la iglesia como le gustaba hacer, pero consiguió que un cura benévolo le trajera la comunión de vez en cuando “a domicilio”. Qué bien se lo montó.
El cura y ella, quiero decir.
Así que se bajó del tren antes de tiempo porque todavía vivió doce larguísimos –y aburridísimos- años antes de que se le apagaran las pilas, construyendo su propia burbuja y pertrechándose en ella, desencantada ya del mundo y de las gentes y, sin ilusión por persona alguna, léase hijas, nietos e incluso bisnietos. La familia no entendimos nunca su decisión, pero tuvimos que aceptarla y respetarla –incluso más de lo que se nos exigía- puesto que seguimos orbitando a su alrededor intentando que no fuera demasiado infeliz en su enclaustramiento voluntario.
Fue consumiéndose de a pocos; al cabo del primer año ya le costaba levantarse sola y moverse con soltura. En un par de años más caminaba apoyándose en brazos ajenos y al poco necesitó un andador, tal fue la atrofia de sus extremidades y músculos al no ejercitarlos. Llegó un momento en que iba –con ayuda- de la cama a su silla y luego al sofá y luego otra vez a la cama en una pesadilla circular de arrastrar zapatillas. Su mente también empequeñeció, al igual que su corazón y sus deseos. Ilusiones no le quedó ninguna y se quejaba amargamente con palabras terribles: “cuánto cuesta morirse”. 
Al final, su final, fue terrible, por doloroso y amargo. Pero creo sinceramente que ella lo eligió, que usó su libertad para decidir cómo morir. Tengo grandes dudas de que hubiera tenido la misma libertad para elegir cómo vivir, pero ese tema no me incumbe ni siquiera a mí, como hija suya, considerar.
Pienso que “el peor ejemplo es el mejor ejemplo” y con eso me quedo, subida en el tren de la vida y sin ninguna intención de apearme en la próxima… malgré tout.
Felices los felices.
LaAlquimista
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