En mi círculo social hay muchas personas que comparten su vida con un perro. Como yo también he pertenecido a ese “gremio” y sé de qué hablo, no puedo dejar de sorprenderme con la deriva que va tomando el asunto en no pocas situaciones.
Por dejar las cosas claras, diré que durante los siete años que la vida de “Elur” –un inocente bichón maltés adoptado cuando fue abandonado por su anterior dueña-, y la mía estuvieron ligadas nunca jamás antepuse su bienestar al mío propio, -excepto cuando enfermó gravemente- en el sentido de que mi vida cotidiana siguió su ritmo ordenado y tranquilo sin verse alterada por el hecho de “tener perro”.
Es decir: si mis planes no cuadraban con la presencia del perrillo, se quedaba en casa por fuerza mayor. Jamás creí que fuera positivo ir con el perro a todas partes como si fuera un apéndice de mi persona. Durante mis viajes al extranjero lo dejé siempre al cuidado de personas amantes de los perros –nunca jamás en un hotel canino- y su espacio y el mío estuvieron bien definidos y respetados mutuamente.
Yo dormía en mi cama y él en la suya porque así me pareció que se establecía un equilibrio nada invasivo. Le acostumbré a hacer su pipí matutino en un empapador puesto en el cuarto de baño de manera que no me alterara el sueño y la vida con demandas excesivamente madrugadoras.
Le alimenté con comida cocinada por mí y con el refuerzo de algún pienso no demasiado industrial. Pero jamás le compré filetitos de ternera, ni jamoncito de pavo, ni chucherías insanas. Arroz con pollo, verduras con carne picada, fruta en trocitos, lamer los restos de un yogur de vez en cuando. (Nunca cebolla, ni ajo, ni azúcar, ni uvas, ni frutos secos)
Salíamos a pasear cuando convenía a mis necesidades, si bien es cierto que muchísimas veces lo saqué a la calle únicamente para que él disfrutara, porque ir al monte, a los parques o a la playa siempre fue placer compartido.
Hace ya siete años que tuve que “dormirlo” porque su enfermedad le amargaba la vida y le producía mucho dolor y ese dolor también me hacía daño a mí. Murió en mis brazos y lloré amargamente durante días.
Hasta aquí mi historia con Elur.
Ahora quisiera entender por qué tantísimas personas que tienen perro sostienen cosas del tipo: “Los perros son mejores que los humanos”. “Yo no dejo a mi perro solo en casa ni loca”. “Prefiero quedarme sin vacaciones si no puede venir “Txiki” conmigo” y así sigue la lista de declaración de intenciones a favor de los cánidos y en contra de los humanos.
Y me da pena, sinceramente, que no seamos capaces de ahondar un poco en el lado bueno de la vida y valorar lo positivo que el ser humano guarda en su interior. Me parece que esta actitud es signo de cierta misantropía o incluso desprecio hacia los congéneres. He conocido a algunas personas que desprecian abiertamente a todo ser humano que se les acerca, pero que nadie toque a sus perros porque sacan los dientes. (Ellos, no los perros)
Perros humanizados, acostumbrados a dormir bajo edredones, a ocupar el mejor sitio en el sofá, a exigir –porque se les ha acostumbrado- trato VIP perruno. En fin. Allá cada cual que rellene sus carencias como pueda. Perros, gatos, hijos o nietos.
Pero yo no lo comprendo porque nunca han sabido explicármelo bien.
Felices los felices –y yo sin perro que me ladre-.
LaAlquimista
Te invito a visitar mi página en Facebook.
https://www.facebook.com/apartirdelos50/
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com