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Cecilia Casado

A partir de los 50

Manos blancas “sí” ofenden

No sé cuándo ni en qué contexto escuché por primera vez la frasecita original, esa de “manos blancas no ofenden”; quizás en alguna película en blanco y negro cuando la actriz principal le asestaba una señora bofetada a su partenaire porque, un suponer, éste le había dicho algo que la dama encontró inconveniente, pero ya entonces, a una edad que imagino bastante inocente, la encontré de una injusticia supina.

Crecí en una cultura en la que estaba “bien visto” propinar bofetadas a los chicos. Todavía con calcetines blancos, aunque se supusiera que el sentido común nos había visitado, veía en mi entorno que, cuando al “chulito” de turno se le iba la lengua, la “niña bien” le abofeteaba para mantener su “dignidad”. Eso lo he mamado yo de mi madre, de mi abuela y era lo habitual en mi entorno social.

 Crecí en una cultura en la que los malos tratos físicos estaban a la orden del día; desde el famosamente triste “cinturón” con el que tantos y tantos padres arrearon a sus hijos varones –mayormente- hasta los “zapatillazos” o escobazos con los que tantas y tantas madres martirizaron a sus hijos de ambos sexos. En casa había bofetadas, en el colegio capones y reglazos. No siempre, no a todos y no todos, pero a nadie se le hubiera ocurrido poner una denuncia porque Sor nosécuantos, le había dado una buena colleja a su hija. “!Algo habrás hecho!” se sentenciaba, y aquí paz y después gloria.

 Crecí en una cultura que no tuvo nada de arrabalera; antes bien todo lo contrario, en casa había “servicio” y mis padres eran unos “señores” al uso. Mi padre siempre usó corbata y sombrero y mi madre collares de perlas y abrigo de piel, cuando eso era lo socialmente bien visto y deseado. Fui a colegios de monjas y a misa todos los días, incluidos los domingos; los vestidos me los hacía la modista y tuvimos televisor y coche grande antes que la mayoría de la gente alrededor.

 Manos blancas no ofenden”, “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”, “la letra con sangre entra”, “quien bien te quiere te hará llorar” y el insufrible “cuando seas padre comerás huevos” fueron refranes pertinaces, machacones y traumatizantes de mi infancia, adolescencia y juventud.

 Por eso, cuando tuve novio, me pareció de lo más normal y adecuado, darle una bofetada cuando me propuso “echar la siesta con él”.

-“!Pero qué te has creído tú, sinvergüenza…y ZAS!”  Obviamente, con mis diecisiete años de dignidad ofendida me sentí una auténtica “víctima” del acoso sexual, machista e interesado del chico al que yo tanto quería. Por supuesto que ya nos habían avisado que “los chicos sólo quieren una cosa” y que “había que defenderse”. Además estaba el puritano y medio-misógino que le escribía los guiones a Doña Elena Francis y su insufrible: “si tu novio te quiere te respetará hasta el matrimonio”.

 

¿Por qué no me enseñaron a defenderme con dignidad en vez de con violencia física? ¿Por qué no me hicieron ver entonces que existía la palabra, la comunicación, la reflexión e incluso el amor para solucionar situaciones naturales de desencuentro?

 El hombre era “el enemigo” y una “chica decente” tenía que saber “hacerse valer”. Eso está grabado en la mente colectiva femenina a machamartillo para todas las mujeres que ahora hemos pasado ya de los cincuenta. Por supuesto que había honrosas excepciones, padres honrados e inteligentes que educaron a sus hijos de forma humanista y en valores, pero eran eso: honrosas excepciones. Y a mí no me tocó. 

 Ya estando casada, le di a mi marido una bofetada un día en que yo estaba fuera de mí misma, histérica y por debajo del valor mínimo de dignidad que toda persona debe permitirse. No me acuerdo el motivo, pero sí que le di una buena bofetada al pobre. Su respuesta se me quedó grabada: “No te la devuelvo porque eres mujer que si no…te machacaba”. Y a mí me pareció muy caballerosa su respuesta –tipo Humphrey y tal- y supongo que le pedí perdón. Pero él nunca lo olvidó. Yo tampoco.

 Crecí en una cultura en la que era “normal” la violencia en el ámbito doméstico y entre las parejas; un tiempo nefando en el que la esposa podía chillarle al marido su insatisfacción en forma de improperios o bofetadas, pertrechada detrás de su condición de mujer. Pero no hablo únicamente de la generación de nuestros padres, sino de la mía propia.

 Yo he presenciado demasiadas escenas de violencia doméstica, esperando, rezando desesperada porque imperara la conciencia de que lo que estaba ocurriendo era la reproducción del esquema de la frustración que se expresaba volcándolo sobre el más débil, sobre el que quería más… pisoteando la razón,  la dignidad y  la honestidad. En ese mismo contexto mis propios errores los he purgado hasta la saciedad. Como no podía –ni debe- ser de otra manera.

 También he presenciado escenas de película de serie “B”; una mujer chillándole a su marido:

“!Eres un inútil, eres un imbécil, que se enteren tus hijos de lo poco hombre que eres!” y el hombre apretando los puños por no cometer una barbaridad. PERO como esta escena se compensaba con otra anterior –en la misma pareja- en la que él le gritaba a ella:

“!Desgraciada! ¿A dónde vas a ir tú sin mí, quién te va a querer a ti? ¡Si no vales nada!”, pues pensaba que estaban los dos igual de locos y procuraba apartarme del campo de batalla lo antes posible.

 Luego descubrí, con estupefacción que si ELLA llamaba a la Policía para denunciarlo a él por malos tratos y amenazas…se lo llevaban. Pero que si él iba a denunciar al mismo sitio a su mujer por injurias y amenazas…se le reían a la cara y le exigían pruebas o testigos. Item más; ¿qué hombre va a atreverse a confesar a sus amigos que su mujer le pega? ¡Pero si los hay a montones! ¡Que lo sé yo!

 Crecí en una cultura en la que se decía “manos blancas no ofenden” y así pusieron en manos de algunas –de demasiadas- mujeres la patente de corso para comportarse como auténticas miserables. Pero todavía estamos a tiempo de rectificar, de decirles a nuestros hijos adultos que la dignidad tiene que ser un tren en el que viajemos todos, que vaya y venga de tu estación a la mía, en el que no haya clase preferente y tercera con bancos de madera.

 Porque las manos que ofenden, jamás pueden ser blancas.

 En fin.

 LaAlquimista

 Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

 

 

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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