Esto de la lluvia cuando el verano está a punto de estreno no le hace gracia a nadie excepto a quien tiene una huerta con acelgas y lechugas; ni siquiera se alegran los fabricantes de paraguas porque ya no queda ninguno por estos lares y a los ‘chinos’ les da lo mismo vender pamelas que chubasqueros. El caso es que llueve como en febrero, llueve con rabia, con ganas de fastidiar, como en venganza por el exceso de algazara y despendole de los últimos días.
La gente se encierra en casa para no mojarse los bajos de los pantalones y enciende la televisión; esas escenas de temporales, desbordamientos y muertos (lejanos) desde el sofá de la sala y con los pies secos confortan lo mínimo y dejan la sensación de tiempo perdido, tiempo aburrido.
La gente del campo, cuando mira al cielo y ve la que se avecina, no se hace ilusiones, acepta la realidad del tiempo atmosférico como lo que es: inmutable. La gente de ciudad –por el contrario- consulta en Internet (antes había barómetros en la esquinera del salón) el movimiento de los vientos y las nubes en un intento inane de que todo sea un error. Pero no.
En los hoteles de vacaciones, los turistas se apelotonan en los salones de juego, hacen cola antes de tiempo a la puerta del comedor común en espera del alivio y la distracción del único placer que les queda: comer. Si no hay playa, si no hay paseo, si no hay terracitas…¿qué queda para distraerse en una tarde lluviosamente rabiosa del mes de Junio…?
Pues el sexo. Es el momento idóneo –por lo extemporáneo, por lo transgresor- de jugar como en los viejos tiempos a hacer el tonto encima de la cama –o debajo- como en los viejos tiempos. Con el balcón abierto, escuchando el repiqueteo del agua sobre la barandilla, con cierto regodeo por ser capaces de inventar un plan “B” a pesar de la edad, a pesar de todo.
No hay nada tan bonito y tan triste a la vez como hacer el amor bajo la lluvia en una tarde de Junio. Mojándose lo justo. Y lo necesario.
En fin.
LaAlquimista