El cuento de los miércoles. "El divorcio de Lola" (V) | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

El cuento de los miércoles. “El divorcio de Lola” (V)

“Volviendo a la lectura, de tanto leer me pasó lo que me tenía que pasar, que empecé a ver el mundo con otros ojos, que comencé a dejar volar la imaginación haciendo horas extras y a sumirme en  ensoñaciones poco posibles y menos probables. Esa ha sido mi fiel compañera, la imaginación, mi hada madrina que me salvaba con su varita mágica de cuanta rutina, aburrimiento en general y tedio en particular se instalaba en mi vida. Ha sido –y sigue siendo- una imaginación desbocada; por poner un ejemplo, una vez tuve un vecino –el hijo de los vecinos, quiero decir-, algo mayor que mis diecisiete y con el que coincidí un día en el ascensor. Como vivíamos en la misma planta charlamos durante el tiempo que duró el trayecto y al despedirnos, él en la puerta de la izquierda y yo en la de la derecha, a mi saludo de -“adiós”, correspondió con un -“hasta luego” que me dejó alarmada, pensativa y, después de analizarlo, ilusionada.

Si me había saludado con esa fórmula tan poco usual –poco usual para la época, no para estos tiempos de ahora- eso denotaba el interés y la intención de volverme a ver, decidí,  así que empecé a imaginar cuándo nos volveríamos a ver y en qué circunstancias mejoradas, y si escuchaba ruidos en el descansillo miraba por la mirilla por si era él y alguna vez llamé a su puerta para pedirle algo y el resto del tiempo me hacía la encontradiza esperando que el hasta luego original se concretara en algo más tangible. Imaginativa o ingenua o las dos cosas, así era yo.

Con el tiempo no sé si he mejorado, lo que sí sé es que la imaginación sigue cabalgando por mi vida con riendas propias y ya le dejo que se desboque de vez en cuando sin darle demasiada importancia que una tiene que aceptarse como es y no andar siempre intentando reprimirse o cambiar la forma de ser con la que le trajeron al mundo. 

Por eso cuando conocí a Juan, mi primer novio, mis pies estaban aproximadamente a unos veinte centímetros del suelo y así estuvieron durante tres años hasta que bajé de un tirón el escalón que me separaba de la realidad con el descalabro correspondiente añadido. No me gusta demasiado hablar de esa época de mi vida, aunque Soco dice que debo intentarlo, que no es bueno que se quede en la trastienda de la mente el cúmulo de vivencias de aquellos años y lo que supusieron en mi evolución o desarrollo posterior, pero que diga lo que quiera, ella no puede sentir lo que yo siento cuando me acuerdo de aquella época y no es por él, por Juan, pobrecito, si era un sosaina que lo único que tenía era cara de guapo y un cuerpazo que llamaba la atención y eso que aún no se había inventado el footing ni el jogging, que no había más que un gimnasio en toda la ciudad y allí iban los “raritos”, que hasta se dudaba de la masculinidad de un chaval de dieciocho años que quisiera machacarse un poco y marcar músculo, pero a mí me volvía loca y por eso no me quiero acordar demasiado, que fue el tiempo en que empecé a darme cuenta de que no podía seguir como estaba, sin más horizonte que el familiar, con un trabajo de tres al cuarto en una oficina medio siniestra y con pocas experiencias ilustrativas a la espalda; vamos, una porquería de vida.

Además, Juan me dejó tirada. Un buen día descubrí que tenía una doble vida o triple –según me parecía a mí- y cuando le di a elegir eligió rápidamente. Me despidió con un “será mejor para ti que lo dejemos”, (eufemismo para el pensamiento “me he cansado de ti”) y partió llevándose cuatro años de mi vida y todos los proyectos de futuro que yo solita había ido imaginando en las noches solitarias.

Se llevó los niños guapos que tendríamos, los viajes alrededor del mundo, el orgullo de decir “soy la esposa de” y, sobre todo, se llevó la tontería que me había tenido atada a él durante todo ese tiempo.

Según mi madre, lo que yo estaba haciendo era “madurar” que traducido al castellano de mi casa significaba darme cuenta de que la vida nunca iba a ser como yo me la imaginase sino que había una pauta, una línea a seguir, una especie de raíles por los que había que rodar durante años –muchos a ser posible- para llegar a la estación final y luego morirse y se acabó lo que se daba. “Descarrilar” no estaba contemplado en el itinerario del viaje. ¡Ay de quien osara hacerlo!

Mi madre no tenía estudios, huelga decirlo, (ni mi padre tampoco, se sobreentiende), pero ella sabía mucho “de las cosas de la vida” y yo me preguntaba cómo era posible si salió de la casa de sus padres con dieciocho años para seguir haciendo lo mismo en la de sus suegros; coser, limpiar, cocinar, una criada para todo –como a veces se lamentaba cuando estábamos solas- que en aquellos tiempos no se pedían hipotecas alegremente para casarse sino que se ajustaba la gente a lo que había –y en el caso de mis padres a lo que no había. Vivir con los padres de él o los de ella era práctica normal, a nadie se le ocurría otra posibilidad y aunque el refrán “el casado, casa quiere” estaba en el pensamiento de todas las jóvenes parejas, había que esperar a tener lo suficiente para “la entrada” de un piso y la seguridad de que se podría pagar la hipoteca correspondiente. Así que fue el prototipo de las madres de la época y seguramente no fue porque quisiera sino porque no le quedó otro remedio. No eran tiempos de rebeliones femeninas, incluso para abrir la boca había que pedir permiso a los padres –en este caso a los abuelos- y mi madre no tenía lo que se dice “temperamento” precisamente.

Ahora me doy cuenta de que tengo un carácter parecido al de mi madre, he repetido demasiadas pautas, Soco dice que es lo normal cuando las personas no nos tomamos el tiempo de pararnos a reflexionar sobre el verdadero sentido de nuestra vida o que una tiene que “tomar conciencia” de los cómos y de los porqués y yo le digo que todo eso está muy bien, ahora sobre todo que ya no cumplo los cincuenta y que me quedan cuatro telediarios por delante, que a ver qué voy a hacer yo con todas esas teorías tan interesantes de la autorrealización, la autoestima y el autoconocimiento, que parece que si no tienes el carné de conducir no vas a llegar a ninguna parte. Encima se enfada –Soco- cuando le hago chistes malos, claro como ella es psicóloga y tiene la fórmula mágica para arreglar los desarreglos de la mente (de la psique hay que decir) y que bien que ve todos los fallos que hay en MI vida y yo le digo que nos llevamos tan bien y somos tan buenas amigas porque yo también veo los fallos que hay en SU vida y sin haberme tirado cinco años yendo a clase todos los días. Entonces hace como que se enfada, pero yo sé que se enfada de verdad, en el fondo le molesta cuando le meto el dedo en el ojo y le hago ver que sus consejos están muy bien, pero que ya se los podía aplicar a ella misma.

Y aquí me paro porque me ha asegurado que no ganaré mucho si me dedico a escribir sobre la vida de los demás, que lo que tengo que hacer es soltar lo que llevo dentro pero de mi propia existencia, que tengo tendencia a irme por los cerros de Úbeda –hay que ver cómo se puso el día que le dije que, según la enciclopedia, en Úbeda no hay cerros, que es plano y bien plano.”

Foto: Amanda Arruti

LaAlquimista

*Me escribió una persona desconocida para decirme que estaba relatando su propia historia punto por punto. Y luego vienen otros a decir que es “vulgar”… ay, señor…

Por si alguien desea contactar:

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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