Un amor viejo es un amor que fue muy querido y que una guarda en la trastienda del corazón y que no se decide a tirar. Como ese vestido precioso que hemos llevado felices durante un par de temporadas y que, sencillamente, ya no usamos más. Quizás nos hayamos dejado arrastrar por la superficialidad de la moda y lo hayamos arrumbado al fondo del armario; quizás nuestro cuerpo ya no se adecue a la hechura del mismo y nos resulte demasiado pequeño (o demasiado grande). El caso es que, una tarde lluviosa, intentamos poner un poco de orden en nuestro vestuario y lo descubrimos, triste y envuelto en plástico, entre la gabardina de invierno y un traje de fiesta.
Siempre hay un impulso de ternura hacia lo que nos ha acompañado durante un tiempo feliz y el pensamiento es más o menos “madre mía, ¡la de tiempo que he llevado este vestido, si casi no me lo quité durante un año entero…!” y una decide que no, que no puede tirarlo, que sigue siendo demasiado bonito –en el recuerdo- como para desprenderse de él y lo sacude un poco y lo vuelve a dejar colgado, un poco menos al fondo, por si acaso.
Y es que, éste de los vestidos, es un símil que entendemos muy bien las mujeres; a veces nos cuesta desprendernos de una prenda que, aun sabiendo que no nos vamos a poner en el momento presente, nos da “un nosequé” tirarla.
Que conste que no quiero frivolizar sobre los amores viejos, pero algo tenemos que hacer con ellos. Enterrarlos, sacarlos a la basura o, simplemente, envolverlos en naftalina y esconderlos en el fondo del corazón.
Por si acaso.
En fin.