Paseos con mi perro. "Lo que es bueno para uno no siempre es bueno para los demás" | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

Paseos con mi perro. “Lo que es bueno para uno no siempre es bueno para los demás”

 

Mi perrillo Elur –un bichón maltés precioso, de seis años y enfermo desde hace uno de meningoencefalitis- se acopló a mi ritmo de vida con gran alegría y movimientos giratorios de rabo cuando lo adopté hace ya más de dos años. Aprendió a seguirme, lengua fuera, en mis largos paseos por el monte, me acompañó brincando saltarín a cuanto pintxo-pote le llevé y siempre se ha portado muy “educadamente” cuando hemos ido a casa ajena.

 

Vamos, que yo creía que lo mejor para mi perro era estar en la calle el máximo tiempo posible, hocicar aquí y allá, olisquear todas las columnas y restregarse en muchas paredes, revolcarse con otros perros y atiborrarse de cuanta porquería encontrara por los suelos. Es decir, una especie de “compañero”, una prolongación de mi brazo derecho hasta cinco metros de correa extensible…

 

Y no. Error, craso error. Mi perro es un bichón maltés –un perro de sofá y alfombra, un peluche para acariciar-, no un perro de esos que corren como locos detrás de un palo y se pegan carreras a velocidad impensable para un humano. Mi perro tiene su propia personalidad y…¿quién me aconsejó a mí que lo intentara aclimatar a mi modus vivendi?

Quise entenderlo bien y me pusieron un ejemplo contundente. Imaginemos un hombre y una mujer. Él es tranquilo y poco dado a alejarse de la comodidad del hogar. Prefiere mil veces más una velada reposada con película y palomitas que salir a un restaurante que pueda ser malo y caro y luego acodarse en la barra de un pub en posición de loto con un gintonic a la altura del tercer chakra. De vacaciones a la casa del pueblo o la de la playa. ¿Pasaporte? ¿Para qué? Por el contrario, ella siempre ha sido curiosa y un culo de mal asiento, le gusta moverse, salir y entrar, subir y bajar, conocer y experimentar, se muere de asco con la rutina previsible del matrimonio.

¿Qué pasa entonces? Pues que “el macho ALFA” –ojo, que también puede ser ella, IMPONE sus criterios y el otro, por amor primero y por la paz un avemaría después, para acabar resignándose y quizás pidiendo el divorcio, AGACHA LAS OREJAS y cede. Es decir, reconoce la supremacía que le intenta imponer el otro y así se establecen los parámetros de una relación que no hace feliz más que al 50% de la mism.

Suelen ser situaciones clásicas y típicas en las que uno quiere cambiar al otro, hacerle a su imagen y semejanza con quebranto de la paz y la armonía y arriesgándose a que le dejen aparcado con dos palmos de narices (y con toda la razón del mundo). Marimandonas que deciden qué se come y dónde se come; autoritarios del tres al cuarto que imponen su voluntad en lo cotidiano (y muchas veces en lo primordial), de forma que unos y otras, ellas y ellos, esas parejas que “siempre andan a la gresca” no se percatan de que, quizás el otro, sea un perrillo faldero que nunca debería haberse apareado con una bulldog… o viceversa.

Y eso que ha salido ganando mi Elur porque, cuando lo comprendí, -que el que no sabe es como el que no ve- ya no me lo llevo de excursión sino que lo dejo en casa calentito escuchando Radio3. Le saco a dar sus paseos por el sitio que más le gusta a él, el parque si no llueve y los soportales si jarrea, y me voy sola cuando quiero socializarme. Ya no lo ato a la barandilla de la biblioteca cuando voy a por mi ración quincenal de libros sino que le encomiendo que “guarde la casa” –aunque se la pase durmiendo- mientras yo me voy a hacer mis asuntos a la calle.

Si yo hubiera tenido la intención de adoptar un perro libremente alguna vez –que a mi querido Elur me lo endilgaron por sorpresa- es casi seguro que mi elección habría caído en una raza más acorde con mi propio temperamento, no sé, un podenco ibicenco que me diera caña.

Pero Elur es lo que es y yo tengo que respetarle y adaptarme a sus peculiaridades…No puedo hacer con él como haría con un ser humano con el que no me llevara bien, no puedo negociar con él, ni hacer pactos “entre caballeros”, ni pedirle que cumpla sus promesas porque no me ha hecho ninguna, ni sugerirle que no me manche las alfombras ni que coma con más modales, ni…nada. Amor incondicional o no hay nada que hacer. Eso sin contar la responsabilidad de cuidarle en su enfermedad, darle la mediación y hacerle muchos cariños para que no se muera todavía, para que siga siendo feliz un poco más de tiempo…

 Es lo que tiene ser perro, que tengo con él mucha más paciencia que con algunos humanos.

 En fin.

 LaAlquimista

 Por si alguien desea contactar:

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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