Llevo diez minutos intentando recargar la batería de la cámara de fotos. Habré realizado esta operación en el último año como veinte veces pero hoy no quiere. A pesar de que la flecha indica el sentido y un pequeño dibujo lo confirma, hoy no está por la labor, la batería se resiste y me echa un pulso más allá de toda lógica. ¿Se me han licuado las neuronas con el calor? ¿Alguien me ha pegado el cambiazo en el cargador para gastarme una broma? Descartadas estas dos posibilidades más o menos factibles no me queda más remedio que pedir ayuda. O dejar de sacar fotos.
Voy a la cocina y vuelvo a la terraza con un vaso de zumo de alguna fruta tropical; bebo despacito y dejo que el azúcar llegue hasta mi cerebro. Un perro de mediano tamaño se para bajo el árbol más cercano y alivia su angustia; le tiro una pinza de la ropa y le doy en la cabeza. Detiene su trabajo, mira alrededor y no me descubre. Se mosquea y comienza a ladrar desaforadamente. Entonces yo le imito, le acompaño, me solidarizo con su mal humor y doy salida al mío. Desde detrás de otro árbol aparece quien supongo es el amo del perro. Me mira (el hombre), le miro, nos miramos. El perro calla y yo también.
Vuelvo a tomar entre mis manos la batería y el cargador. Con infinita delicadeza inserto la batería en su lugar. A la primera. Bien.
Es lo que tiene estar demasiado relajada, que se acumula energía y hay que sacarla a pasear de vez en cuando.
En fin.
LaAlquimista