Cuando uno viaja a un país lejano en lo cultural y lo geográfico sabe que va a estar expuesto a pequeños “riesgos” inesperados y que puede hacer dos cosas: dárselas de “segurola” y quedarse en el hotel o apuntarse a lo que venga y que sea lo que Dios quiera.
En esas estaba yo pensando mientras mi equipaje daba vueltas por la cinta del aeropuerto, en que me había lanzado a un viaje cuya logística no dependía de mí sino de “los elementos” típicos de un país donde cinco minutos son iguales a media hora y te pueden meter en un autobús de línea de “extranjis” para beneficio de conductor y cobrador y luego soltarte en mitad de ninguna parte que es, precisamente, adonde tú querías llegar…
Un país donde los taxis no llevan taxímetro, la preferencia al cruzar una calle la tiene siempre el “carro” (o vehículo motorizado) que si te pilla en mitad de un paso de cebra puede mandarte al otro barrio en menos de lo que vuela un cóndor, un país donde la pobreza se disfraza de llamativos colores para deleite de cámaras fotográficas foráneas y donde un menú completo cuesta 3€ si hablas quechua y 25$ si farfullas en inglés o similar.
Comer fruta recién pelada en la calle, sentarse en un chiringo -que no pasaría ningún control de sanidad de los nuestros- a comer unas papas a la huancaína (patata cocida con huevo duro y crema) o una palta rellena (aguacate) o un plato de quinua con choclo (maiz) o un ceviche de pescado recién marinado en limón, ají y cebolla morada, son todas ellas actividades gastronómicas que no se permiten los occidentales (en general) por miedo a enfermar del catálogo completo de los males “típicos” del país. Para ser sincera no he pillado ni una triste diarrea, de ésas que conforman el equipaje de todo viajero que se precie y eso que he bebido lo mismo que ellos, agua de chicha o de limoná, jugos sabrosones de frutas lujuriosas y alguna que otra Inka Cola amen de mate de coca, de muña, de lo que pillara… Lo normal, vamos.
El soroche o mal de altura también pasó por mi lado sin mirarme tan siquiera; a fin de cuentas no es tanto 3.400 mts. sobre el nivel del mar para los que habitamos entre montañas y alguna que otra vez hemos ido a esquiar.
Nadie me asaltó por ver a una mujer sola cuando he estado sola, ni he tenido que esconder el dinero en el refajo por miedo a que me robaran, que aquí en Perú, como en casi todo el planeta, los que más roban son los que más tienen y lo hacen sin mancharse las manos… o casi.
He trabado conocimiento amigable con gente andina y con otros citadinos y todos ellos se han interesado por mi país y nuestras cuitas a la vez que me han hablado con poco miedo y algo de rubor de la situación imperdonable que atraviesan gracias a que los impuestos (enormes) con los que el Gobierno grava los lugares turísticos (Patrimonio de la Humanidad) y la millonada que generan va directamente a las arcas limeñas y se deja de la mano de los “apus” (espíritus) pueblos emblemáticos como los de la región de Machu Picchu (Ollantaytambo y Aguas Calientes) que se caen literalmente a trozos mientras miles de visitantes pisan sus viejas piedras todos los días y dejan sus dólares en trenes y autobuses para acceder a su montaña sagrada.
Pero no he viajado al Perú para hacer crítica social –que esa ya la hacen ellos mismos sin apuro alguno- sino para aprender.
En eso he estado todo el rato…
En fin.
* Con Doña Elvira, cuya historia es capítulo aparte.
LaAlquimista
Fotos: Cecilia Casado
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